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En crisis

La cosa empezó como al tercer o cuarto gintonic. Quiero aclarar, antes de continuar, que un gintonic aquí viene a ser una tercera parte de uno español, más que nada por no asustar a mi santa madre, que bastante tiene con pensar que vivo en el interior del cráter del volcán de Fuego, ese que esta semana sembró el pánico en los telediarios aunque en la Antigua casi ni nos enterásemos. La cosa es, decía, que ibamos por el tercer o cuarto gintonic en un bar atestado de público y salsa y/o merengue a partes iguales cuando me soltó la bomba.
-Mira, no te lo tomes como algo personal, pero la cooperación internacional es la que está jodiendo este país.
-¿?
-Verás, venís aquí con la mejor voluntad, algunos, otros solo a llevarse la plata, pero no os dáis cuenta de que lo único que estáis haciendo con vuestras aportaciones es perpetuar un sistema que está podrido, un sistema injusto en el que la mayor parte de la población sólo puede ocuparse de si va a comer hoy. Este país lo que necesita es una revolución, la revolución de una mayoría explotada a los que una minoría y, por supuesto, la clase política, considera como animales. Y para que haya una revolución es necesario que la gente pase hambre. Hambre de verdad, sin parches, sin limosnas. (La transcripción no es literal, todavía no salgo a tomar copas con grabadora, todo se andará).

He de decir que mi interlocutor no era un radical antisistema, ni un iluminado modelo alcalde de Marinaleda, sino un empresario guatemalteco hasta donde he podido saber bastante sensato. Y que cuando habla de injusticia se refiere, por ejemplo, a que un cortador de caña de azúcar recibe dos euros por tonelada y que para sobrevivir necesita cortar tres toneladas diarias, niños incluidos. Eso para llegar al salario mínimo, que aquí apenas sobrepasa los 100 euros mensuales. Y eso durante la temporada de corte, el resto del año ‘dios proveerá’. O a que el coste de cada grano del café que ahora mismo te estás tomando tú en España supone un 75% para el productor (Guatemala en este caso) y un 25% para el país receptor, mientras a la hora de hablar de beneficios la cifra fácilmente se invierte, y de ese 25%, claro, para el recolector va un porcentaje ínfimo mientras los grandes monopolios se llevan la mayoría. El tercer mundo abasteciendo al primero, produciendo lo que consume a precios de risa si no fuera porque dan ganas de llorar. Una historia tan vieja como el mundo. Y aquí es dónde entran las ayudas internacionales, aportando lo que por otro lado se quita al más puro y viejo estilo paternalista.
-¿Entonces, qué, los dejamos a su suerte?
-Esa es exactamente la única forma de que las cosas cambien, de que cambien de verdad. En realidad vosotros creéis que venís aquí a salvar el mundo, pero venís a salvaros a vosotros mismos.

Después de quedarme un rato sin palabras, un rato bastante largo, yo que difícilmente callo debajo del agua, la conversación siguió. No es plan de reproducirla entera, pero digamos que me quedé sin palabras alguna que otra vez más. Y ahora sólo sé que llevo todo el día dándole vueltas a que coño hago aquí y a la vez no puedo dejar de pensar en que Juan Carlos tiene sus gafas, en que a lo mejor Dilia y María de los Ángeles siguen viendo más allá de los 20 años, en que los hijos de Abigaíl saben leer y escribir y ella no. Y, no, no he llegado a ninguna conclusión, tal vez porque las palabras de “vosotros venís a salvaros a vosotros mismos” no dejan de sonar en mi cabeza, joder. Y de nuevo me quedo sin palabras.

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por María de Álvaro

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