Un inglés, una estadounidense, un brasileño y una española se adentran en la selva con un viejo guatemalteco cuando apenas son las cuatro de la madrugada. Una linterna del tamaño de un mechero ilumina el camino. Ellos van en silencio, pero en la oscuridad de la noche la selva es un puro ruido, el sonido mismo de la vida que no cesa nunca, porque hasta los árboles parecen crujir mientras crecen.
No es un cuento, no, ni siquiera uno de esos chistes en los que todos se suben a un avión y sólo hay un paracaídas. La española soy yo misma y esto es lo que he tenido que hacer esta mañana para contemplar uno de los mayores espectáculos que, estoy segura, contemplaré en mi vida. Hoy he visto amanecer encaramada en lo alto de un templo maya, el de la Serpiente Bicéfala de Tikal, el más alto de Mesoamérica; 65 metros verticales de historia en piedra caliza, terminados de construir en el año 740 pese a que su primera piedra pudo haberse colocado allá por el 600 antes de Cristo.
Allí arriba, aún de noche cerrada, los gritos de los monos aulladores taladran los tímpanos y hasta vísceras más y menos poéticas. Allí arriba, con la selva a tus pies, se produce también un instante único de silencio, el que media entre la noche y el día, cuando los monos aulladores dejan paso al crepitar de los tucanes. Allí parece que el mundo se para y uno (una) teme que vaya a ser verdad eso de la profecía maya, que, todos tranquilos, será sólo un cambio de era. Me lo han jurado. Pero ese silencio dura apenas un instante, y cuando el primer rayo de sol, aún rojizo, amenaza la noche y cesa su música, comienza la del día. Y lo hace entre una bruma casi fantasmagórica que termina por fundirse con el suelo y desaparecer.
El viejo guatemalteco me lo había advertido al empezar la caminata.
-Señorita, esto que vamos a ver es lo más importante de la vida después del nacimiento de uno.
-Vamos a ver cómo amanece, ¿no sucede eso todos los días?
-No, señorita, porque allá donde usted vive, en uno de esos países que yo les digo de ‘alta tensión’ (después me contaría que durante unos meses al año tiene que trasladarse a Estados Unidos, el porqué ya no lo sé), amanece y no se dan ni cuenta, porque no se paran a escuchar. Por eso usted cree que no es importante algo que ocurre todos los días, cuando ahí está precisamente su importancia.
Hoy escuché amanecer en medio de la selva y en lo alto del templo de la Serpiente Bicéfala y le tuve que dar la razón al viejo guatemalteco, que también me había advertido de algo que dicen quienes aún son más viejos que él en su pueblo maya: “Nos sentimos tan humanos que nos hemos olvidado de que formamos parte de la naturaleza”.
Allí arriba, no. Porque allí arriba está la pura, simple y tan compleja belleza, esa que hace posible que el mundo siga girando. Pese a todo.
PD: Tikal es uno de los lugares más bellos en los que he estado nunca. Comparable a la primera vez que te plantas ante las ‘Meninas’, a la sensación que produce situarte justo a la altura del dedo gordo del pie de Ramses II en Abu Simbel, sentarse en un banco a mirar la vista trasera de Notre Damme, cruzar el cañón de la media luna de Petra, pasear por San Lorenzo una mañana de marea baja y cielo despejado. A la primera página de ‘Lolita’, a la obertura de ‘Tristán e Isolda’, a un beso en condiciones.