Encerrarse en un convento ortodoxo rumano no suena, a priori, nada alentador. Hacerlo durante dos horas y media, en una butaca incómoda, piernas encogidas, mirada forzada, fila 2, mucho menos. Sufrir una angustia contenida durante todo ese tiempo, casi rítmica, de esas de llanto seco, tampoco contribuye a pasar la mejor noche de viernes de tu vida. Vale. Pero ‘Beyond the hills’, la película con la que este año se ha inaugurado el Festival de Cine de Gijón, es tan incómoda como maestra. Sus planos perfectos, esas monjas que a veces parecen una pintura; sus palabras y sus silencios… llegan aunque estés arrebujada y echa ovillo ante la pantalla como sólo llegan las cosas cuando son ciertas. Cuando son de verdad. Cuando son ‘honestas’, que se dice ahora en cursi, que tan de moda se ha puesto la palabrita que el otro día me pusieron un pincho de tortilla honesto (lo descubrí al leer el cartel de: ‘cocina honesta’, en fin, cierro paréntesis que me caliento y me pierdo).
Cada día tengo menos claro qué es arte y cada día más que no lo es. Y no lo es lo que no conmueve. Y el convento ortodoxo rumano de Cristian Mungiu lo hace. Tal vez porque todos tenemos un convento ortodoxo rumano dentro de nosotros mismos. Y por eso todos hacemos lo que creemos que debemos hacer. Porque jamás terminaremos de darnos cuenta de que la estupidez humana es mucho más peligrosa que la maldad, que la maldad, así, en estado puro, sólo existe en algunas películas. Y suelen ser bastante malas, por cierto.