“El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. Puede que con el “juro que jamás volveré a pasar a hambre” y el “nadie es perfecto” esta sea una de las frases más recordadas de la historia del cine. Yo, lo confieso, soy más del “-Tiene los ojos de su padre -Y las orejas de mi madre, el resto es todo suyo”, pero esto ya son perversiones personales y no vienen al caso. Al caso venía la Bergman y aquella cara suya con los nazis de fondo. Aquel “el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”.
En fin, que llevo toda la semana acordándome de la escena. Más o menos desde que estalló la polémica. Desde que El Comercio destapó el escándalo. Resulta que el Museo de Bellas Artes presentó a bombo y platillo que la mujer que se esconde en el cuadro de Goya bajo Jovellanos, con perdón, es María Teresa de Vallabriga, madre de la famosa Condesa de Chinchón. Y resulta que ahora dice Javier González Santos, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Oviedo y reputadísimo jovellanista, que no, que eso es imposible. Y aporta datos y fechas y dice que es la condesa-duquesa de Benavente. La cosa ha llegado hasta el Parlamento y allí unos hablan de “ridículo político” y la consejera de Cultura se defiende. Y ya casi se han creado dos bandos, que, al paso que vamos, no resultaría extraño que terminaran por citarse al amanecer.
Y todo esto mientras los 22 millones de euros de la cuenta suiza de Bárcenas y los 11 blanqueados por la amnistía fiscal del PP palidecen ante un, presunto, vale, entramado de sobres que sobrecoge y hace saltar por los aires los cimientos del partido que gobierna. Todo mientras el juez le planta una fianza de 8 millones a Urdangarin y compañía, imputa al secretario de las Infantas y hasta dice ya abiertamente que se valió de personalidades vinculadas con la Casa, la de su suegro, para sus negocios con más que ánimo, alma de lucro. Mientras conocemos más y más datos y más y más cheques de la ínclita Amy, el chocolate del loro. De un loro voraz. Pasa. Y consuela que entre tanta basura, entre tanta polémica grave, dura y, claro, prosaica, alguien discuta por algo tan poético como quién era la mujer que se escondía, de nuevo con perdón, debajo de Jovellanos. Esto no es un signo del fin de la civilización de Occidente. Esto es un síntoma, pequeño pero síntoma, de que a lo mejor y a pesar de todos aún podemos salvar algún mueble. Tengo el día romántico, qué le vamos a hacer.