Los signos del fin de la civilización de Occidente empezaron como empieza casi todo, a lo roncha. Despacito. Eran tan poco apreciables que parecían cosa de broma. Todavía recuerdan, seguro, cuando no se podía decir ‘crisis’, porque éramos una superpotencia, y la liábamos cuando no nos invitaban a las cumbres del G-20. Después de todo aquello llegó lo de la boda de la duquesa de Alba, y, claro, empezó a ponerse más seria la cosa. Luego vino el Papa negro, sí, negro, jesuita. Y cuando todos creíamos que ya no se podía ir a más, van Sara Montiel y la Thatcher y se mueren el mismo día. El mismo día, por cierto, que desenterraban a Pablo Neruda. Con el susto todavía en el cuerpo, coge el bueno de Jose Luis Sampedro y se marcha con ellas y, más inquietante aún, a las pocas horas Villa, Jose Ángel Fernández, dice que lo deja, que ya no puede más.

Que se mueran las personas, o las personalidades, después de los 80 viene entrando dentro de lo normal, por más que dé cierto miedo esa imagen de la dama de Hierro poniendo firme a San Pedro, el otro, y pidiéndole las llaves de las puertas del cielo. Lo que nos esperábamos menos es lo de Villa, que parecía que iba a acabar como el Cid a lomos de Babieca. Pero se va. Y lo hace con una despedida que le carga de razones. Dice que lo que Asturias necesita es una huelga. Vale. No tener nada nuevo que aportar es una razón estupenda para irse de cualquier parte. Lo mismo de un sindicato, que de un gobierno, que de un bar a las 3 de la mañana.