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Camino a Santiago (o ya si eso llamamos un taxi) Capítulo I

Me metí en este lío por culpa de un vermú tonto, como tantas veces. La culpa fue del vino y de un vendedor de la Once al que, por supuesto, no compramos ningún cupón. Fue él quien nos hizo elucubrar; el que provocó que empezasemos con el tan español deporte de ‘¿y-qué-harías-tú-si-te-tocasen-tropecientos-millones-de-euros?’. Dudábamos entre Bora Bora y Marte cuando mi amiga tuvo una ocurrencia: “Oye, y ya que no nos va a tocar, ¿por qué no nos vamos a Santiago?”. “¿De Chile? Si es invierno ¡Qué frío!”. “Calla, boba, de Compostela”. “¿¡Andando!?”. “No, mujer, en Alsa. Pues claro. ¿Hacemos el camino?”. “Pues lo hacemos”.

De esto hace unas semanas y varias, bastantes, caras de susto. Porque, tengo que decirlo y no les culpo, fueron pocos, muy pocos, los que creyeron en nosotras. Pero aquí estamos. Apenas hemos atravesado El Bierzo y coronado Galicia por O Cebreiro. Lo que viene siendo monte (y cuesta) a través. Todavía sin ampollas y después de dos días, dos, de camino, la cosa ya ha dejado de parecerme la broma de un vermú. Me lo recuerda a cada paso la mochila prestada por mi tío y personal trainer de ocasión, que cuesta arriba me produce idéntica sensación que si llevara a mi mismísimo tío colgado a la espalda. Pero no me quejo.

No me quejo porque en este camino que Carlos V llamaba la Gran Vía de Europa y que por momentos parece la Gran Vía a secas y por otros una caleya directa al paraíso de puro solitaria, no nos han pasado más que cosas buenas. Porque el saludo de ‘buen camino’ que te dan paisanos que están segando, señoras a la puerta de su casa o peregrinos que te adelantan (a ver, hemos adelantado a alguno, pero a punto estuvimos de pedirles el dni para que lo certificasen) suena tan a verdad que a veces hasta asusta.

Escribo desde lo alto de la litera de un albergue en un pueblo de nombre Hospital de la Duquesa con un japonés que podría tener mil años en la cama de abajo; tres de Murcia que vienen literalmente corriendo desde Roncesvalles, a un lado; un par de italianos que todavía no pueden ni hablar pero cantan por Rafaella, al otro, y dos sevillanos con bota de vino y los pies tan maltratados que dicen que más que peregrinos son nazarenos, un poco más allá. Con ellos y, claro, con mi amiga. La del vermú, la de la ocurrencia. Se llama Rosa. Y a veces la llamo Rosa y otras Rosario, y otras Rose y otras simplemente Ros (de ‘mecagoen’). Depende de los kilómetros que llevemos por delante y por detrás, respectivamente. Depende de las horas de sueño; del grado de hidratación y/o deshidratación de nuestros cuerpos; de la temperatura ambiente; de si hemos comido o no… El caso es que se llama Rosa y las dos tenemos una cosa muy clara: nosotras llegamos a Santiago. Y llegamos pase lo que pase, que para eso hemos decidido ponerle título al viaje. Se llama, naturalmente y como a estas alturas habrá adivinado cualquiera: ‘Y ya si eso llamamos un taxi’.

Seguiremos informando. Yo misma, servidora de ustedes, o ella, que también y que, como buenas amigas, nos gusta robarnos las cremas, el jabón para la ropa y, por supuesto, este teclado. ¡Buen camino!

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por María de Álvaro

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