Camino a Santiago (y ya si eso llamamos un taxi)
Por Rosa Iglesias
Después de caminar horas, de padecer, de sufrir. Después de contemplar paisajes en los que seguro viven algunas hadas. Después de muchos saludos, se llega a destino. Al avistar el albergue te sientes Cristobal Colón cuando divisó las Indias. Por fin llega la ducha y la risa. Porque después de la ducha vienen las risas. Aparecen como aparecían a los catorce años en el campamento. Uno vuelve a un estado preadolescente, de brillo en los ojos y cachondeo pueril. Y se cultivan las amistades, que parece que serán para siempre. Porque en el camino pasa como en ese denostado programa de televisión. Se maginifican mucho las cosas. Y esto no es solo una frase hecha, a veces se convierte en una realidad que promete ser dramática a la vuelta. Porque en medio del camino, uno tiene la vida en ‘stand by’.
Y tras la primera cerveza llega el nirvana. Y en la terraza del único bar de un pueblo perdido, cuentas a desconocidos episodios de tu vida que jamás te atreviste a relatarle a nadie. Cosas que habían quedado en los pliegues de la memoria, por vergonzosas, por repugnantes, porque no hay mejor desprecio que no dar aprecio. Y las cuentas y te quedas tan ancho, como el que te escucha, que hasta te considera ese ser fascinante que nunca has sido y que nunca volverás a ser. Porque es un efecto del camino que te engrandece y empequeñece a su antojo. Que te lleva y te trae a su antojo.
Hasta que el sueño te vence y vuelta a empezar la espiral. El alba, el esfuerzo, el dolor, la llegada, los amigos y hasta el amor.