Camino a Santiago (y ya si eso llamamos un taxi)

Por Rosa Iglesias

Y la cosa se va terminando, todo lo que empieza ha de finalizar. Uno enfrenta a la última etapa con ganas de terminar y con deseos de que no termine. Porque el músculo va dando señales de que ya le vale. Y el cerebro órdenes de “no pares, sigue, sigue”. La melancolía lleva instalada días, el recuerdo de los que hace mucho que no están se hace presente de un modo a ratos positivo y brutal en otros momentos.

Ese día en que todo acaba y en el que sabes que todo va a volver a una normalidad que ya nunca será la misma, uno de los avezados del camino te dice que no temas, que el santo tirará de ti. Y que llegarás a Santiago como teletransportado.

Resulta cierto, porque no ha habido observación peregrina que no te haya golpeado en la cara, o en las rodillas o en los abductores. Y te lanzas en pos del santo, del pórtico del Obradoiro y, sobre todo, de ti mismo. De esa mismidad que se antojaba tan difusa durante los últimos tiempos. Y ese motor que te lleva moviendo tantos días, a ratos en diesel a ratos en gasolina, –y esa maquinaria asombrosa que es el cerebro, ese mismo al que a veces le haces caso y otras te lo dejas olvidados en trenes de cercanías, consignas y bares– se manifiesta de forma violenta y a la vez natural. Y vuelas sobre el asfalto, con ese motor probado tantas veces e impulsado solo con una pequeña parte de un coraje que ni siquiera sabías que tenías. Y la dura subida al Monte do Gozo la haces en moto. Y entras en Santiago a caballo y llorando. Porque a pesar de que el planteamiento era “tengo unos días… no quiero gastarme mucha pasta… creo que está muy bien”, la realidad convirtió estos días en unos de los mejores de tu vida, que por cierto empieza ahora. Porque resulta que has hecho una limpieza y un cambio de decoración en la única casa que tienes, el último lugar donde refugiarse: tú mismo.