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El fin o el principio

Camino a Santiago (y ya si esto llamamos un taxi) Capítulo VIII

Cuando era pequeña, además de astronauta, arqueóloga y reportera de guerra, yo quería ser mayor. Quería pintarme los ojos como mis tías, quería probar el vino y quería comer los ansiados huevos que siempre mentaba mi madre ante cualquier prohibición. Quería también descubrir que significaba aquello de “Ay, si pudiese volver atrás sabiendo lo que ahora sé…”. Constantemente me preguntaba qué coño sería eso que sabían los mayores (me lo preguntaba sin la palabra ‘coño’, claro está, que no era tan malhablada; tampoco me dejaban mis padres). La cosa es que ahora que lo sé, también sé que expresar eso que te pega en el corazón y en el cerebro de forma simultánea y absolutamente radical siempre es lo más difícil. A veces imposible. Porque yo no soy García Márquez y en ocasiones, muchas, vivo solo para vivir y no para ‘contarla’.

Así que pasar a palabras la llegada a Santiago de Compostela se me hace más cuesta arriba que la subida a O Cebreiro. Por deformación profesional, siempre que me pasa esto, cada vez que me bloqueo, utilizo el orden cronológico. Y ahí voy.

Salceda, 6 de la madrugada. Como cada día, el despertador suena cuando ya llevo un rato con los ojos abiertos (una sensación novísima para mí), y me levanto dando un salto (esto más que novísimo resulta extraterreste), y empieza el ritual: recoger bártulos a oscuras y en silencio, unos empujones y un ‘perdón, perdón’ al empujado y/o empujada, vaselina en los pies, ajuste de botas y pista. Aún a oscuras es difícil caminar, pero nos juntamos con unos peregrinos austriacos que parecen conocer el camino como si estuviesen dando un paseo por las afueras de Viena, y les seguimos. 26 kilómetros más y Santiago. Non stop. Apenas para desayunar cuando ya ha amanecido y una gallega con ganas de hablar y escasos rudimentos de castellano me pone mis dos cafés negros, mi plátano y mis tostadas.

La mañana se parece a las del resto: la mochila pesa y los pies a veces saltan y otras se arrastran. Pero no es una mañana como las demás. El santo empuja (dicen que tira, pero yo lo noto en la espalda, puede que sea lo que pesa la condenada mochila).Y apretamos el paso. En silencio. Cosa rara, porque somos de natural hablador y hasta cantarín (a veces incluso demasiado, es lo que tiene ser fans del exceso). Hoy no. Hoy vamos en silencio y no hacemos grupos. Cada uno va consigo mismo, y eso, a estas alturas, es más que suficiente.

Y llego sola al Monte do Gozo. Santiago de Compostela, 7 kilómetros. Y sigo caminando. Más rápido. Y entonces, el primer avistamiento: la ciudad está ahí abajo. Me duele hasta el ombligo, pero Santiago me empuja y yo empiezo a notar algo caliente que me arrolla por la cara. Joder, estoy llorando. Y lo que me queda. Un peregrino me para y me pregunta si estoy bien. “No sé si he estado mejor en toda mi vida, gracias”. Y sigo camino. Y llega el cartel de Santiago, San-tia-go. Y no me paro. Voy caminando o flotando, ya no lo sé. Y así enfoco la rúa de San Pedro (cómo iba a llamarse la entrada al cielo).Y al girar en una esquina, la aguja de una de las torres de la catedral y lo que, supongo, es la berenguela. Imposible describirlo. Lo siento.

Cruzando el pasadizo que comunica la plaza de La Inmaculada, la del convento de San Martín Pinario, con el Obradoiro me ha dado hasta el hipo. Ya está. He llegado. Y subo las escaleras hasta el pórtico de la Gloria corriendo y me voy desenganchando la mochila y me dejo caer en un banco. Hay japoneses y señores de Murcia haciendo fotos, pero yo no les veo ni tampoco les oigo. Y así, en el más absoluto de los silencios, me encuentro por fin en casa. Y yo, que traía una lista de encargos y peticiones más larga que un día sin Albariño, sólo tengo una palabra: gracias. O cinco: gracias, gracias y más gracias.

El camino ha terminado, pero a estas alturas ya sé que el camino no se acaba nunca. Y salgo de la catedral y me siento en la plaza de las Quintanas, y me quito las botas, y contemplo como el mundo sigue girando y yo ¬–con chanclas y una estrella (de Galicia, por supuesto) delante- sigo caminando, aunque ya de otra manera. Pero esa es otra historia. De momento: ¡Utreiaaa!

PD. Este Camino se ha llevado a cabo sin el maltrato de ningún animal (a excepción de nosotras mismas) y sin haber tenido que llamar un solo taxi. Ahí queda eso.

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por María de Álvaro

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septiembre 2013
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