La entropía, como la energía, está en todas partes. Y como la energía a veces se manifiesta con fuerza y otras permanece latente. Yo toqué la entropía en la playa de La Lanzada, ese arenal largo, ancho, poderoso, caliente y congelado, que tanto se parece al propio Camino de Santiago. O me lo parece a mí. Sin muerte no hay vida, sin tristeza difícilmente se aprecia la felicidad, sin guerra no existe paz, el yin necesita al yang, y Dios, al diablo. Por eso la entropía es tan importante a pesar de que puede parecer que no sirve de nada. Esa energía que se pierde para que la energía se transforme (porque como todo el mundo sabe la energía ni se crea ni se destruye) y que va a ninguna parte (o no) es imprescindible para que el mundo siga girando.
Llegados a este punto, que el universo -el general y el de cada uno en particular- siga girando es lo único que realmente importa. Porque el camino siempre continúa. Y a veces se hace cuesta arriba, y a veces cuesta abajo; a veces toca llanear y otras pararse; toca en ocasiones hasta perderse para volver a encontrarse; toca incluso esperar a ver qué pasa. Lo que no toca nunca es dar marcha atrás ni volver sobre lo andado. La casualidad y el destino son más sinónimos de lo que parece. Porque la cosas, sucedan por lo que sucedan, siempre ocurren por algo. Aunque ese algo sea mantener la entropía del Universo. Para que todo fluya. Para que todo cambie y todo permanezca.
El sol se pone cada día (a veces, como en algún lugar perdido de O Grove, de manera increíble, puede que hasta sobrecogedora y, en cualquier caso, inolvidable) pero siempre vuelve a salir. Y ahí estaremos para saludarle. No faltaba más.