Solía decirnos nuestro profesor de Historia del colegio que la historia no sirve de nada, pero el que no sabe historia no sabe nada. Teníamos 14 años y no le hacíamos demasiado caso, naturalmente. Fueron muchos años después cuando descubrimos que tenía razón, y tuvo que pasar algo más de tiempo para darnos cuenta de que la Historia, además, puede sentirse. A mí me ocurrió la primera vez junto al dedo gordo del pie de Ramses II en Abu Simbel y, desde entonces, la sensación se ha repetido más veces. No muchas, esa es la verdad.
Berlín es uno de esos lugares en los que pasa. Por eso todo lo que aquí sucede tiene esa fuerza que parece que sale de la tierra pero que surge, en realidad, de los miles, millones, de personas que han pisado estas calles, que han vivido, que han querido, que han odiado y que han muerto en cada una de sus esquinas. Encima y debajo del suelo que piso.
Tal vez por eso dejarse llevar por la música de Fritz Kalkbrenner o Pantha du Prince en el Tempelhof sea algo más que electrónica. Porque, coño, tus zapatos están sobre la pista de aterrizaje del aeropuerto del famoso puente aéreo aliado, aquel al que llegaban las provisiones en medio del bloqueo ruso. Tal vez por eso, una vez sacada la foto hortera de rigor frente al Check Point Charlie puedes llegar a imaginar, y hasta a notar, cómo fueron los días y las noches en aquella garita, como pudo haber sido intentar pasar. Y hasta no hacerlo. Tal vez por eso, pasear por el barrio judio con cuidado de no pisar los centenares de placas que recuerdan a gentes que un día fueron sacadas de sus casas y jamás volvieron sea algo más que un juego para turistas. Puede que sea por eso que plantarte frente a las puertas de Babylonia (que están aquí, sí) estremezca y cabree al mismo tiempo, pero hasta el expolio forma parte de la historia. Y se siente. Como se siente la plaza de Rosa de Luxemburgo mientras te tomas un ‘riesling’ entre tantas y tantas cicatrices y te vuelven a la cabeza las palabras de un mercader sirio del siglo XVII que adornan unos viejos tapices en el Museo de Pérgamo: “Que mi mano derecha me resguarde de los reveses del destino y mi mano izquierda sostenga el vino enfriado por el viento del Norte”.
Berlín es uno de esos lugares del mundo en los que la historia se respira, en los que uno (una) es brutalmente consciente de su propia insignificancia. Y sentirse pequeño, lo aprendí un día junto al dedo gordo del pie de Ramses II, es una de las cosas más grandes que pueden llegar a sucederte. Ich bein ein berliner. Es definitivo.