Era más que pequeña, diminuta, caminaba despacio, con su pelo blanquísimo, la mirada perdida, como si estuviese soñando con algo muy agradable. Tendría unos 80 años y recorría de atrás adelante un bar del Este de Berlín. Me gustó aquella vieja, me pareció que iba, no sé, repartiendo algo parecido a paz. La miré. Me miró. Le sonreí y pensé: “Buen camino, señora”. Y entonces ella se acercó a la esquina de la barra en la que estábamos acodados, me cogió la cara y me plantó uno de esos besos en el papo que sólo me daba mi abuela. Y volvimos a mirarnos, a sonreírnos y, con las mismas, se fue. Mis compañeros de cerveza no daban crédito. Puede que sigan sin darlo. “¿Qué acaba de pasar?”. “No estoy muy segura, pero creo que acabáis de ver pasar la energía, eso es lo que acaba de pasar”.
De todos los besos que me han dado nunca, de todos lo que yo he dado y hasta de todos los que se han quedado por ahí, en el suelo o en el aire, este es uno de mis favoritos. Puede que el mundo no tenga arreglo, puede que la civilización de Occidente viva sus estertores, pero, coño, todavía podemos hacernos felices. Aunque sea un instante.