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Deberes y traumas

Cuando Napoleón y yo éramos pequeños los niños no nos estresábamos, ni nos deprimíamos, ni nos llevaban a terapia. A inglés, sí, y a piano, y a ballet, o a judo, o a kárate, dependiendo de gustos y, muy especialmente, de si eras niño o niña. Porque yo pasé media infancia embutida en unas mallas horribles cuando lo que quería era un kimono como el de mi hermano, que se parecía tanto al de Luke Skywalker… Pero esa es una historia con la que no quiero aburrir a nadie.

Recuerdo haberme perdido más de uno y de dos recreos por no saberme la tabla del nueve, y recuerdo no poder participar en el coro de fin de curso por mi proverbial capacidad para desafinar así cantásemos ‘El corro de la patata’. Recuerdo también que en las clases de manualidades los niños construían mecanos o pintaban macetas y las niñas bordaban. No digo bordábamos porque yo, no, yo siempre decía que me había dejado el trapito de marras olvidado en casa para no evidenciar mi inutilidad con la aguja. Aunque igual lo hacía para ponerme entre el chavaloterío. No sé, pero esa es otra historia con la que tampoco es cuestión de aburrir.

Si llegabas del cole y le decías a tu madre que te habían castigado, te castigaba otra vez; si te quejabas de la seño te soltaban aquello de ‘algo habrás hecho’, y si no te gustaba la merienda te la comías y listo, y, ya de paso, oías aquello de ‘a ver si todavía las vas a llevar’.

Y aquí estamos. Napoleón ya no, pero los niños de mi generación hemos crecido, más o menos, y con honrosas y deshonrosas excepciones, claro está. No se trata de santificar el pasado, ni de defender aquella ridícula separación de tareas por sexos, ni mucho menos de aplaudir las tortas escolares. Tampoco de creer que para aprender hay que sufrir, porque ya se encarga la vida de enseñarlo ella solita. Se trata de que aún no he podido cerrar la boca del susto ante los traumas que dicen los expertos que provocan los deberes en los niños. Con la de deberes que nosotros hicimos. A ver si va a ser todo por eso… En fin, que a nadie se le ocurra recitar la tabla del nueve este fin de semana. Aunque sea en silencio y en la intimidad. Lo menos es tóxica. O a lo mejor en vez de niños queremos criar pasteles de nata.

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por María de Álvaro

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