Vamos a suponer que tiene usted trabajo y vamos a suponer que hace años que abandonó el colegio. Sé que es mucho suponer, pero hagan el esfuerzo, que es viernes y no queda nada. ¿Supuesto? Vale. Llega un día por la mañana al curro, digamos que un miércoles para no decir un lunes, que ya se sabe que los lunes son muy suyos. Llega, le llama su jefe y le dice: “A partir de ahora, señor x (suponga ya metidos en gastos que se llama usted señor x), en esta empresa va a haber un control de asistencia. Sí, no ponga esa cara. Si no viene a trabajar no le vamos a pagar a final de mes”. Asumido tamaño atropello a sus derechos laborales, imagine que el capullo de él le suelta: “Ah, y sus vacaciones, del 1 al 31 de agosto, ni un día más ni uno menos. En enero y en julio va a tener que pasarse por la oficina si pretende la nómina”. A estas alturas de la conversación usted ya se siente como el obrero de una fábrica inglesa al comienzo de la revolución industrial; qué digo, usted se siente Kunta Kinte en una plantación de algodón de Louisiana. Y coge el capataz y sigue: “Que sepa, señor x, que le puedo hacer encargos espontáneos, sin necesidad de pedírselos por escrito y con antelación. Y que sepa también, y esto ya no es cosa mía, que el consejo de administración va a obligarnos a informar de cómo va la cosa al menos una vez al año”.
El señor x, que es usted, acuérdese, suda sin parar ante tamaña acumulación de despropósitos. El señor x no sabe si podrá soportar la presión. Tendrá que trabajar de lunes a viernes, festivos excluidos, y sólo podrá irse de vacaciones en agosto.¿Exagerado? Pues son los contenidos de la ponencia para la reforma del reglamento del Congreso de los Diputados que se están discutiendo en estos momentos. Y no están ni aprobados todavía. Nada más que añadir, señorías.