Está Numancia, está Stalingrado y está el cuartel de Simancas. Está Covadonga y, metidos en fabulaciones, está Fuenteovejuna. Y ahora está también Luanco. Los vecinos de Gozón se han levantado en armas, aunque solo sea un decir, para impedir que su Ayuntamiento se gaste 7.000 euros, 7.000, en contratar a Kiko Rivera, aka DJ Paquirrín, aka el-hijo-de-la-Pantoja. Y esta rebelión, más que una anécdota es una metáfora. Porque Paquirrín somos todos o, mejor dicho, Paquirrín no deberíamos ser ninguno.

Porque que Paquirrín cobre 7.000, 700 o 7 euros por un bolo es, primero, un insulto para todos aquellos que, de una forma u otra, se dedican profesionalmente a la música: ya sean compositores, tenores, guitarristas, gaiteros, promotores, los que ponen las copas en una sala de conciertos o los taquilleros de un teatro. Segundo, es un insulto a aquellos que se dedican a cualquier cosa, así sin más. Y tercero, un retrato de quienes somos y, sobre todo, de qué queremos ser. Como sociedad y eso, digo. Si Paquirrín quiere vender basura y encuentra a alguien que se la compra y el comprador a alguien que la consuma, a lo mejor se puede hacer poco más que echarse a llorar, pero la cosa cambia mucho si a Paquirrín, o al Paquirrín de turno, le contrata un ayuntamiento, porque esos, como Hacienda, somos todos, o casi todos. Y, lo que es más importante, los pagamos todos.

Por eso que un pueblo entero se declare insumiso y le diga al concejal de festejos de rigor que con su dinero no se contrata a Paquirrín es una suerte de justicia poética, de reconciliación cósmica con el mundo que nos ha tocado. La rebeldía de Gozón nos tiene que hacer pensar que, tal vez, no esté todo perdido, por más que el enemigo siga estando dentro. Como en el cuartel de Simancas. Puede que aún podamos resistirnos y, desde luego, lo que no podemos es dejar de intentarlo. Aunque no sea más que por la madre de los hermanos Kalkbrenner, que digo yo que la tendrán y también celebrarán su día.