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Censura

Alguien me dijo el otro día que los smartphones nos acercan a quienes están lejos, pero nos alejan de quienes tenemos cerca. Ahora que se ‘busca esposa’ o pagar la hipoteca en programas casposos de televisión, se piden matrimonios y divorcios en directo y los políticos hablan a través de ‘Sálvame’, el mundo se comunica vía red social. Uno ya no está de acuerdo con algo, a uno le ‘gusta’. Nadie le cuenta nada a nadie, le ‘comenta’ o le ‘comparte’. Y he oído, fíjense, que para luchar contra algunas enfermedades, no hay nada más eficaz que tirarse un cubo de agua fría por todo lo alto de la cabeza. Y no, no es para bajar la fiebre. En fin. El mundo cambia. Sí. El mundo se va por el desagüe directo a la cloaca mientras asistimos a manifestaciones por la vida de un perro y ni dios (literalmente hablando, incluso) se mueve si la muerte toca algo más lejos. Hay que tener cuidado de dónde se nace. Y tener smartphone, claro está. Levantar el teléfono se ha pasado de moda. Quedar con alguien, hablar, es cosa de neandertales. Ahora uno opina, o lanza su exabrupto -eso es lo de menos-, a través de Facebook; de Twitter si es capaz del ejercicio de contención y de resumirlo en 140 caracteres. Y vale para todo, oiga. Vale para echarse un novio y para dejarlo, para felicitarle el cumpleaños a tu madre, alabar sus lentejas o anunciar el resultado de su último análisis clínico. Vale para enseñar la hazaña definitiva de tu hijo o de tu gato. Y para pontificar. Y para tratar esos asuntos que toda la vida se trataron entre personas y en privado con público y clubes de fans de por medio. Y vale para que llamemos libertad de expresión a pegarle a alguien una patada en los huevos y esperar que ni se inmute. Porque lo contrario es censura. Pues vale. A lo mejor si no estuviera tan tan triste me entraba hasta la risa.

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por María de Álvaro

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