Los niños muertos no deberían ser más que esa vieja expresión utilizada para zanjar conversaciones con un ‘no’ algo rocambolesco. La palabra ‘muerte’ no debería estar nunca en la misma frase que la palabra ‘niño’. El verbo morir jamás tendría que conjugarse con ellos como sujeto. Los niños nacen para vivir. Y por eso la muerte de un niño resulta siempre tan inexplicable. Por eso es siempre y en cualquier circunstancia tan asquerosamente cruel. Los ojos de la prima de Amets y Sara a la salida del funeral en la primera página del periódico de hoy no miran, taladran. Es como si además de expresar un dolor más que profundo, abisal, estuviesen pidiendo explicaciones a sus mayores. A todos nosotros. Porque es cierto que lo que menos se puede explicar de este caso es por qué no supimos evitarlo. Por qué alguien capaz de semejante atrocidad tiene la oportunidad de cometerla. Y el problema es que de ahí a pedir una justicia preventiva hay un enormísimo trecho. Por un delito debe pagar quien lo comete, no quien lo podría cometer, ni siquiera quien es sospechoso de haberlo cometido. Saltar esa línea es acabar con todo. Es volver a los oscuros tiempos en los que no existía el Derecho. Aunque los tiempos hoy nos parezcan, más que oscuros, simplemente negros.