Está empirícamente comprobado que en este recóndito lugar al sur del hemisferio norte, el ego resulta más peligroso que el ébola. El primero cuenta con ilustres víctimas mientras el segundo suma apenas tres, una de ellas, curiosamente la más coreada, de cuatro patas. Le pasa al ego como al gas propano: que sin ser letal transforma voluntades; dicho rápido y tirando de frase hecha: “no mata, pero atonta”. Nadie está libre de sufrir indigestiones de sí mismo. Sucede, especialmente, cuando perdemos la perspectiva de la realidad de puro no mirar más allá de nuestros bigotes. Sucede en todas partes. En cualquier latitud, siempre y cuando el individuo tenga satisfechas sus necesidades básicas. Porque el ego se alimenta de gentes bien comidas. Pero hay, claro, lugares y, sobre todo, circunstancias que le hacen a uno (o a una) más proclive a ser víctima de un ataque de esta naturaleza.
El periodismo y su ejercicio es uno de los caldos favoritos del ego para hacer sus potajes, un lugar en el que quienes gustan de ser el alga nori del sushi, si se me permite actualizar por lo nikkei lo del perejil y la salsa, han tenido siempre espacio para campar a sus anchas. Y ahora, claro, más, mucho más, porque todos somos un medio de comunicación en nosotros mismos. O podemos serlo. Los ataques de ego tendrían de malo lo mismo que la masturbación, o sea, nada, si no fuera porque más allá de jugar uno con uno mismo suelen ir acompañados de ataques al contrario, entendiéndose por contrario cualquier cosa ajena al yo, al mí o al conmigo mismo.
Y ahí perder los papeles es fácil, facilísimo. Y usar lo que haga falta, también. Usar incluso a quien haga falta, sin importar siquiera si ese alguien está vivo o muerto. Pero la víctima del ataque siempre acaba siendo el propio verdugo, que deja a su yo expuesto al público y en pelota picada. Desnudo y haciendo el ridículo. Porque cuando uno decide abrir una manguera de mierda para repartir a su alrededor suele, más pronto que tarde, acabar asediado por las heces. Más que nada porque son suyas.