La educación está pasada de moda. Tanto que temo por el día en que sean tendencia (sic) los baños sin puerta en los bares. Para que todo el mundo se vea eso que antes se llamaban las partes íntimas y que ahora habrá que renombrar, claro que será por palabras que las definan en el diccionario. Una vez que hemos acabado con la intimidad, una vez que todo vale, en la tele o en la calle, ya no hay nada que temer. Intuíamos que vivíamos en una especie de selva. Ahora ya lo sabemos.
Lo del himno, los silbidos, la pesadilla esa que nos persigue desde hace una semana que parece una vida entera no es más que eso: mala educación. Ni nacionalismo, ni mucho menos política. Simple y llanamente, mala educación. Como ir en chándal a una boda o en chanclas a la oficina, por tocar otra de las polémicas de la semana. Uno puede pensar lo que quiera y, sobre todo, sentir lo que quiera, que en el corazón difícilmente se manda, pero el insulto y exabrupto no ayudan a ninguna convivencia, ni en un territorio (no digo país por si las ofensas, ay), ni en un patio de vecinos, ni siquiera en una cama. ¿Y que es la educación sino la forma que nos hemos dado entre todos para convivir de una forma más o menos civilizada? Si alguien te invita a comer puedes declinar la invitación, puedes hacerlo tranquilísima y educadísimamente, lo que no puedes hacer es ir, sentarte a la mesa y luego decirle, y mucho menos gritarle, que la comida es un asco. Y después zampártela tranquilamente, así marches pagando o sin pagar.
Ayer le leí a Julio Llamazares una frase de esas tan redondas que escribe él. Decía que le daba el mismo miedo quien pitaba un himno que quien se emocionaba con él. Y, sí, redonda es, tan redonda como peligrosa. La emoción, querido Julio, bien lo sabes, se siente o no se siente, así sea por un himno, por un paisaje, por un poema o por un buen beso. Pitar es un acto voluntario. Y de muy mala educación. Sobre todo porque vivimos en un país, sí, un país libre, en el que uno puede hacer públicas sus opiniones sin problemas. Y sin montar pollos absurdos. Sin quedar, dicho a la asturiana, como la Chata de Pumarín.