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África tan cerca

Jirafas en el Parque Nacional de Murchinson (Uganda)

“Nunca había visto un país tan hermoso, como si su contemplación fuera suficiente para hacerte feliz durante toda tu vida”

Isak Dinesen, ”Lejos de África’

Miro mi caja de pastillas para la malaria y cuento las que faltan. Una, dos, tres, cuatro. El domingo habré terminado de tomarlas. Las recuento como un preso marca los días que lleva en la cárcel, como un niño aguarda la vuelta al cole. Quiero acabarlas, quiero acabar con esta permanente sensación de mareo ligero, nada grave pero algo espesante, como de sueño perpetuo. Pero no es cierto: no quiero. Una, dos, tres, cuatro. Estas pastillas son hoy mi última conexión directa con África. Y parece como si terminarlas fuera ponerle un punto y final a un viaje que me ha llevado al origen de tantas cosas: del mismo mundo conocido, y, a la vez, a otro tan distinto.

Allí, entre el polvo rojo del Serengeti, el sol rosa del Masai Mara, los azules intensos del lago Victoria y el océano Índico y los siglos contemplándote desde las fuentes del Nilo; entre tantos amaneceres y tantas puestas de sol; entre manadas tranquilas de elefantes, desfiles elegantes de jirafas, siestas aristocráticas de leones, miradas burlonas de hienas, cómicas carreras de facoceros, apabullantes estampidas de ñús y cebras y alocadas carreras de antílopes, se ha quedado una parte de mí. La parte que se sorprendió esperando paciente a que una araña que haría palidecer a Spiderman abandonase el baño (no lo llamaría baño hace apenas un mes) como si hiciéramos turnos para la ducha, la que convivió con moscas tsé-tsé con naturalidad y unos pocos manotazos. La que disfrutó mirando pájaros de colores inverosímiles (superé una vieja fobia a las aves delante de un estornino soberbio, se llama así, sí, y no me extraña), la que se levantó tantas veces de un salto a las cinco de la madrugada sólo para ver salir el sol, tan despacio, tan sobrecogedor, o asumió que con el pelo sucio se puede ser extremadamente feliz y que el olor a hoguera en la ropa puede ser mejor que el mejor perfume de la tierra. Eso y que no dormir, o dormir poco, suele tener sus recompensas.

Esa parte que vivió cada uno de sus días en África como un regalo probablemente inmerecido, porque nadie merece tanto. Como un tesoro para guardar y sacar en los malos tiempos. Pisar la llanura sinfín, que se llama así por algo; respirar su aire por momentos tan caliente por momentos tan helador; notar en el suelo las carreras de los animales en libertad… Saber, en fin, que la vida es más vida cuando no se le ponen puertas. Todo eso está en las cuatro pastillas de malaria que me quedan, junto a un buen puñado de amigos nuevos que siento como de toda la vida. Y voy a ir buscándole otro sitio, porque la verdad es que después de que me las termine seguiré guardando cada momento como si fueran suficientes “para hacerme feliz toda la vida”. Isak Dinesen tenía razón. Otra vez. Una, dos, tres, cuatro… infinito.

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por María de Álvaro

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