Celebré el 12 de octubre, Día de la Hispanidad, con perdón, con mi amigo Francis. Solos en casa. Como Macauly Culkin antes de descubrir las drogas. Nos metimos un atracón de napalm por la mañana, que es cuando más nos gusta. Celebramos una boda en Nueva York, viajamos a Sicilia y hasta nos paseamos un rato por Transilvania para cruzar océanos de tiempo y jurarnos amor eterno. Así, a lo loco y en absoluta paz. Esa paz que sólo provocan los tipos como Coppola cuando los mezclas con una buena dosis de desconexión del mundo. O sea, cuando apagas el teléfono y el portátil y todo lo demás para encender lo que cuenta. Pero como la vida es tozuda y yo, más; como errar es humano y yo, humanísima cuando me pongo, cometí el grave fallo de no irme con Francis tranquilamente para la cama igual que me había levantado. No. Tuve que entrar en internet, en Facebook, en Twitter, tuve que leer pijadas, insultos, pancartas baratas, lecciones cutres de historia de nuevo cuño. Tuve que constatar que ni un día de fiesta sabemos celebrar en paz. Me imagino a un francés, a un mexicano o a un congoleño con cara de susto mirando hacia España, también con perdón. Incrédulos. ¿Qué pensarán de nosotros? ¿Cuándo dejaremos de hacer el ridículo? Que una bandera es una bandera, coño, un símbolo y ya está. No un lanza granadas. Eso por no hablar de que algunos deberían llevar al Ayuntamiento de Roma al Tribunal Internacional de La Haya por abusos deshonestos en tiempos del imperio. Claro que igual tienen que pedir antes cuentas a los suevos, a los vándalos y a los alanos. En este orden o en el que quiera Willy Toledo, que, digo yo a todo esto, ¿quién es Willy Toledo? ¿cuándo hizo la última peli?, ¿le queda tiempo? Qué pereza.