«Uno perdía el rumbo en aquel río del mismo modo que puede perderlo en el desierto (…) hasta que se sentía hechizado y apartado para siempre de todo lo que había conocido alguna vez, en algún lugar, lejos, quizás en otra existencia»
‘El corazón de las tinieblas’ (Joseph Conrad)
No hace falta ir al Congo para perderse. Tampoco para encontrarse. Generalmente uno (una en este caso) suele estar a la vuelta de la esquina, en el café de la mañana, en la rutina de la tarde, en el vino de la noche. En las manos de su madre, los ojos de sus hijos o las tripas de quien le quiere. Uno (una en este caso) se acompaña de sí misma desde que nace hasta que muere, y se conoce perfectísimamente, aunque a veces no lo sepa o crea que no lo sabe, desde el día en que el mundo le presenta a su cuerpo y le dice aquello de ‘esta unión es para siempre’. Y no hay más garantías.
Por eso resulta tan extraña esta fiebre que nos ha dado últimamente por conocernos a nosotros mismos. Como si no lo hiciéramos ya más que de sobra. Puede que vivir el fin de la civilización de Occidente tenga algo que ver, puede que las abuelas tuvieran razón y todo esté motivado por el ‘refalfiu‘, esa bendita palabra asturiana sin traducción posible que viene a decir que la abundancia o, más bien el exceso, también cansa. Y harta. Y hastía.
La cosa es que el librito que nos ocupa, esta especie de guía, es el fruto de mi segundo Camino de Santiago. Desde que decidí hacer el primero -aquel sí con destino en el Obradoiro, hace ya unos pocos de años- hasta hoy, cada vez que le he comentado a alguien que me calzaba las botas y me iba, o que ya lo había hecho y estaba de vuelta, invariablemente he recibido la misma respuesta que, en realidad, es una pregunta: ¿Por qué? O, dicho de otro modo: ¿Qué buscas? ¿Qué has encontrado?
Pues bien, siento defraudar a los fans de eso que se llama la autoayuda y a los apóstoles de filosofía en entregas breves para tiempos de internet. No tengo la respuesta. Nada se encuentra en este camino que no se encuentre en cualquier otro, que no llevemos puesto de casa, que no esté en los libros y en las películas, o en las vidas y las mentes de quienes nos precedieron, de quienes caminan diariamente a nuestro lado e incluso de millones y millones de desconocidos. El Camino de Santiago es eso, un camino. Pero también la vida es un camino y no por eso deja de ser todo lo que tenemos. Que se sepa.
Convertirse aunque sea por unos días en peregrino, no tener nada más que lo que llevas colgado a la espalda, saber dónde está tu destino y que tienes dos piernas que te permitirán llegar, o al menos intentarlo. Eso es lo que te da el Camino. Eso y la posibilidad de convivir con tus dolores, de reírte de tus limitaciones, de hablar con los dedos de tus pies sin que te tomen (o te tomes) por psicópata. En definitiva, algo de tiempo, una tregua para escuchar lo que tus rodillas, tus orejas, tu cabeza o tu corazón tienen que decirte. Nada nuevo, nada raro, nada que no pueda suceder sin salir de casa, pero que sucede con más facilidad si pones tierra y silencio de por medio. Si además lo haces con el Cantábrico como compañía puedes considerarte alguien con suerte. Y le pasa lo suerte lo que a la alegría, que no suelen pasarse sin más: hay que salir a buscarlas. Vamos allá.
(*) Así comienza ‘Camino del Cantábrico’, un recorrido por Asturias de punta a punta a través de la ruta xacobea del Norte