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La vida imaginada

Hans tiene 10 años y es razonablemente feliz. Él no lo sabe, porque con 10 años a uno le basta con ser, pero no tiene mucho de qué quejarse. En casa ha oído hablar de bombas y de hambre, pero lo escucha como el que oye un relato nocturno en la radio, de esos que vienen acompañados de sonidos casi reales y que tanto le gustan. Vive en Munich. Y vive bien. Soporta a su hermana mayor, Amélie, que salvo cuando se chiva de sus correrías es bastante aceptable «para ser una niña». Comparten su afición por las calaveras, y eso les une bastante. Nadie más lo hace, sólo el abuelo Otto, que un día sí y otro también les cuenta alguna historia de cuando el pan era negro y duro o simplemente no era. Sylvester es su hermano pequeño, pero podría decirse que tan pequeño que todavía no es más que un apéndice de los brazos de su madre. Ella se llama Alma y, la verdad, hace honor a su nombre, siempre pendiente, siempre dulce. Su padre, Franz, también, sobre todo cuando van de excursión a la montaña. Porque él sólo se rie de verdad, a carcajada limpia, cuando está en lo alto de alguna colina, tanto que Hans suele imaginárselo allí, con su traje, su corbata y su bombín; de hecho a veces piensa que cuando sale de casa y se va a trabajar y le da a su madre un beso en la mejilla para despedirse y le pellizca un papo a Sylvester y a él le encomienda que se porte bien, en realidad se va a escalar una montaña, igual que en aquellas vacaciones en las que todos se fueron a Austria.

 

A Hans se encantan las vacaciones. Tienen un vecino que les presta un coche y, a veces, se van a visitar ciudades. A Amélie no le hace tanta gracia, porque normalmente van apiñados en el asiento de atrás y a él le suele tocar encima, pero, bueno, son «contingencias del turismo». O eso dice siempre su madre. Casi mejor que viajar es después colocar las fotos del viaje en el álbum. Es todo un ritual familiar. Primero hay que lavarse bien las manos, un fastidio asumible, y tener cuidado de no plantar un dedazo encima de ninguna foto. Son cuadradas, perfectamente cuadradas. Como si la vida se viera a través de una ventana que a veces está cerrada y otras, las más, abierta. Para que se cuele el viento. A Hans le encanta abrir el álbum cuando le dejan, mirarlo, tocarlo y hasta olerlo, porque cuando ve, por ejemplo, las fotos de Frankfurt, le huelen a salchichas, y las de aquel parque tan grande de Stuttgart, a eucalipto.

 

Hans, Amelié, Franz, Alma, Sylvester y Otto son una familia alemana razonablemente feliz a la que la guerra, la II Guerra Mundial, les va a estallar pronto en la cara, pero ellos aún no lo saben, aunque el abuelo Otto se lo imagine y lo repita casi diario, así que hacen la vida que haría cualquier familia razonablemente feliz de mediados de los años 30 en la Alemania de entreguerras. Y, poco a poco, su álbum de fotos va engordando, como engordaba la barriga de la madre de Hans antes de que llegara Sylvester. Pero un día las que llegaron fueron las bombas. Lo hicieron casi sin avisar. Sonó una sirena y después todo empezó a caerse. Los edificios y todo lo demás. Una mañana, Franz apareció muy temprano con el coche del vecino, el que les prestaba para irse de excursión. Se montaron en él y se fueron. Pero aquello no eran unas vacaciones. No hubo fotos. Ni siquiera hubo álbum, que se quedó en la casa y ya nadie supo más de él.

 

Nadie hasta que Federico Granell se lo encontró más de 70 años depués, vacío de fotos y con apenas unos textos, lugares y fechas sueltas, en un mercadillo de París. Con él reconstruyó la vida de Hans, Amelié, Franz, Alma, Sylvester y Otto. Y pintó primero sus fotos perdidas hasta completar (o casi) el álbum. Y después reconstruyó su vida en lienzos precisos y mágicos, y en tablillas viejas llenas de polvo, y en papeles ardientes, y en lozas que, milagrosamente, sobrevivieron a su propia devastación. Y dio vida a Hans en escultura, y le colocó un corazón que es una casa, la misma que tuvo que dejar cuando empezaron a caer las bombas. Ahora todo eso está entre las paredes de una galería de arte. Y puede que Hans, Amelié, Franz, Alma, Sylvester y Otto no hayan existido jamás. De hecho, es lo más probable. Pero son más verdad que muchas realidades de carne y hueso; como es verdad el arte cuando no nace para adornar. Cuando mueve y conmueve. Cuando es tan nesario como el agua y el aire.

 

PD. ‘La vida imaginada’, de Federico Granell, se expone en la galería Gema Llamazares de Gijón hasta el próximo 15 de julio. Yo no me la perdería.

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por María de Álvaro

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