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Desde el Tirol

“Los árboles seguirán siendo hermosos por la mañana, pero en ese momento tenían la belleza mágica e irrepetible que, según los griegos, solo resplandece en nosotros cuando Eros nos ha dirigido su mirada”.

‘En el balneario’ (Herman Hesse)

 

En medio del Tirol Eros me mira. Lo hace sin disimulo. Constantemente. Abrumada al principio, hoy creo haber comprendido que esta misma sensación la tiene un austriaco desde el día en que nace hasta el de su muerte. Porque este pequeñísimo país cargado de historia que parió a Hitler sin querer es el lugar donde descansa la belleza. Aquí viene a respirar cuando se harta de pasearse por el mundo y sube a estas montañas que, pese a ser pleno agosto, conservan sus nieves inmaculadas, su hielo perpetuo.

Que se pueda esquiar por la mañana, adentrase en las entrañas de un glaciar a mediodía y tumbarse al sol la misma tarde, con ser muchísimo, es lo de menos. Porque Austria, el Tirol, desprende la paz de los elegidos. Sus cumbres miran al cielo como lo hace el león al infinito en medio de la sabana. Se saben superiores. Se creen inmortales. Y en el caso de estos picos con algo más de razón.

Aprendí a querer a estas montañas antes incluso de conocerlas. De eso también me he dado cuenta ahora. Mi padrino vivió aquí la mayor parte de su vida. Recuerdo sus visitas anuales, siempre en Navidad, como una fiesta. Supongo que aquella maleta cargada de tabletas de chocolate de todos los sabores imaginables, cuando el mundo todavía se dividía entre los que preferían Plin y los que adorábamos La Herminia, y de bombones redondos como canicas gigantes rellenas de almendra tendrá algo que ver, pero también sus historias de paisajes blancos, de gentes rubísimas y ceremoniosas, que se saludan con reverencias y se visten con el traje tradicional para ir a comprar el pan sin necesidad de que medie ninguna fiesta, y de niños con aspiraciones a entrar en el santoral a los que, nos decía, puede que para acallar el estruendo, “no se les oye”. Y es verdad.

Han tenido que pasar años, décadas, para entender aquella melancolía suya al jubilarse. Ahora sé que echaba de menos esta paz. Y no me extraña. La ventaja es que estoy segura de que anda por aquí, detrás de algún risco. Por fin descansando.

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por María de Álvaro

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