Cada mediodía salíamos del colegio corriendo. Y no porque tuviéramos hambre, que también, es que habíamos quedado. Mi madre preparaba la comida y nosotros, mientras robábamos un cachín de pan o metíamos la furtiva mano en algún paquete de cualquier cosa recién traída del súper, encendíamos la tele. Y allí la pillábamos siempre, embadurnada de harina. Elena Santonja nos mantenía pegados a la pantalla mientras freía un huevo, revolvía unas migas o guisaba un pedazo de carne. Nos gustaba verla machacar ajos en su mortero, echar un chorro de vino a todo, meter las manos en la masa y en lo que no era masa. Elena Santonja entró literalmente en nuestra casa, como en tantas miles de casas. Ella, sin saberlo, fue la culpable de algún incendio casero controlado, de algún bizcocho que jamás subió, de más de uno y de dos experimentos de mezclas imposibles (e incomibles) que mi hermano y yo hacíamos a la mínima oportunidad, en cuanto nos dejaban solos.
Nosotros, como tantos miles de niños de la difunta EGB, aprendimos a cocinar (o algo así) con aquella fiesta diaria que era Elena Santonja cuando se ponía delante de una cámara. Y de paso, casi sin enterarnos, cocinamos con Fernando Fernán Gómez, con Amparo Rivelles y con Sara Montiel. Cocinamos con aquel tipo con pelo cardado que nos hacía tantísima gracia y que después resultó ser un tal Pedro Almodóvar. Cocinamos, antes de saber siquiera quien era, con el mismísimo Torrente Ballester. Y cantamos, naturalmente y a todo pulmón, con las Vainica Doble y con Sabina. Y nos enteramos, mal que bien, de lo que era el cochifrito, en el que ya nunca más volvimos a poder pensar sin encadenarlo con «caldereta, migas con chocolate, cebolleta en vinagreta, morteruelo, lacon con grelos, bacalao al pil-pil y un poquito perejil».
Siento que le debo a Elena Santonja un montón de cosas sin haberla conocido nunca pese a que, muchos años después de todo aquello, hablamos alguna vez por teléfono. Yo llamaba a su casa preguntando por su marido, Jaime de Armiñán, que, además de una de las leyendas de nuestro cine, escribe en este periódico. Todas las veces que ella descolgó al otro lado, siempre amable, siempre cariñosa, pensé en decirle que, durante años, salí corriendo del colegio para verla. Nunca lo hice. Supongo que me daba algo parecido a vergüenza. Y ahora ya no puedo. Así que, aunque llegue tarde, un millón de gracias, querida Elena. Por si sirviera de algo.