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El Cervantes y la risa

No sé quién dijo ni dónde leí que Eduardo Mendoza jamás ganaría el Cervantes ni ningún premio gordo a excepción, con suerte, del de la lotería de Navidad, porque lo suyo era de risa. El humor, vaya. No sé quién dijo ni dónde leí, pero se equivocaba. Y no porque haya ganado el Cervantes, sino porque quien dijo eso no se molestó en leer a Mendoza. Mendoza es risa, sí, qué pasa, pero es más. El señor de Barcelona que nos sacó carcajadas hasta las lágrimas (literal) con su marciano Gurb trasmutado en Marta Sánchez, con Onán Sugrañes paseándose por la Rambla en calzoncillos, con su anónimo ‘tocador de señoras’ o con las casposidades de Plutarquete Pajarell es el mismo que se inventó una nueva manera de contar para parir allá por 1975 ‘La verdad sobre el caso Savolta’, esa novela negra que es de todos los colores. El mismo que nos paseó por la Barcelona de finales del XIX y principios del XX para contarnos la historia de Onofre Bouvilla y, de paso, de la ciudad entera y de todo un país y hasta de una época, puede que de una civilización y, metidos en gastos, escribió con ‘La ciudad de los prodigios’ algunas páginas de lo mejor de la novela contemporánea. Hala. Y es, además, el mismo que nos mató de amor en esa ‘isla inaudita’ que se llama Venecia y el mismo que nos hizo creer y descreer en Dios y en el demonio en su bellísimo ‘año del diluvio’.
Pero si no hubiera sido nada de eso, si solo se hubiera sacado de la manga al detective sin nombre más descacharrante de la historia reciente de la literatura en español, si solo nos hubiera hecho reír, aquel que dijo que Eduardo Mendoza jamás ganaría el Cervantes también se habría equivocado. Y no porque lo haya ganado, que no hombre, que no. Se habría equivocado porque se lo merece aunque no sea más que a modo de metáfora. Porque Eduardo Mendoza hace mucha falta ahora que van quedando pocas tareas más nobles que la de hacer reír, especialmente, muy especialmente, por escrito. Al fin y al cabo eso es casi lo único que nos diferencia del resto de animales. Porque no, las hienas no se ríen. Ni leen.

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por María de Álvaro

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