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La nieta del cauchero

“Alguna vez me han preguntado de dónde saco la fuerza. Siempre respondo lo mismo. No es ningún mérito. Es cosa de la sangre, pura genética: la de mi abuelo el cauchero”. Lo explica serena, con esa voz que parece que canta cuando suena en portugués, especialmente cuando es el del otro lado del Atlántico. El hombre con el que ha compartido más de cincuenta años, eso que los antiguos llamaban el ‘amor de su vida’, ahora que el término prácticamente se ha perdido por inexistente, como los unicornios o el carbón asturiano, acaba de morirse. Y ella no llora. Por momentos puede que se le escape alguna lágrima, sí, pero no parecen de dolor, ni mucho menos amargas. Parecen más bien de emoción; puede que de certeza, esa que debe dar, supongo, mirar atrás y ver que uno (o una) ha tomado el camino correcto. Que ha cumplido con la vida y la vida le ha correspondido.

La nieta del cauchero cuenta, porque su relato parece un cuento, que su abuelo se adentraba cada día antes de que amaneciese en la ‘floresta’ armado con su coraje, un machete y toda la paciencia del mundo. Para obtener el caucho, a los árboles hay que hacerles hendiduras en la corteza, provocarles heridas y esperar, colocando unos pequeños recipientes debajo para que sude el preciado líquido viscoso con el que después se fabrica el material. Un trabajo duro y, de paso, una metáfora tal vez demasiado perfecta para ser verdad, aunque esto último al abuelo le importaba más bien poco aquellos días. Él lo que quería, lo que tenía que hacer, era sacar a su familia adelante. Muchos de aquellos días llevaba a su hijo de seis años con él. “Con seis años, con solo seis años”, repite, casi salmodia. “¿Quién se imagina hoy a un niño de seis años a las cuatro de la madrugada acompañando a su padre a trabajar?”. Ese niño, el hijo del cauchero, es su padre. Su don para la pintura y el empeño del cauchero, que terminó haciendo algo de dinero, le llevaría, años después del comienzo de esta historia, a ser profesor en una escuela de Bellas Artes en Río de Janeiro.

El mismo coraje y otros dones trasladarían después a su hija hasta Europa, primero a la Universidad de la Sorbona, en París, y luego a la de Salamanca, en aquellos tiempos en los que las chicas no estudiaban, porque habían venido a este mundo para casarse. No la nieta del cauchero. Ella llegó a una España poco luminosa con 21 años y una carrera de Letras ya terminada gracias a las becas. Puede que el destino la enviase para traer algo de su luz brasileña. Desde luego, lo hizo para ponerle en el camino a su marido, con el que, sí, se casó pese a las no pocas reticencias hacía aquella chica morena y extranjera, nieta de un paria del Amazonas. Una vez más la fuerza ganó el combate y ella, un amor con el que vivirá para siempre, de una u otra manera, mientras le quede un aliento. Porque “es cosa de sangre, pura genética”, la misma que llevan hoy sus nietos a miles y miles de kilómetros del Río Negro y de la selva profunda.

La nieta del cauchero me contó un día esta historia y me dio, con la música de un cuento, una lección de esas que se guardan para siempre.

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por María de Álvaro

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enero 2017
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