José Ángel Fernández Villa huele a Chanel. Al menos algunos días, otros tira más a Calvin Klein, a Hugo Boss o a Paco Rabanne; que se sepa, jamás a jabón Chimbo, que José Ángel Fernández Villa es un tipo elegante y moderno, un hombre que sabe estar porque se mete sus buenas dosis de libros de autoauyuda, sus consejos de Cristina Tárrega para estar bien por dentro y por fuera e incluso se aplica el método Dunkan, que hasta para lucir palmito hay que seguir las modas. El de Tuilla es un tipo leído y bien leído, que además de libros al peso se gasta (es un decir) 18 euros al día en prensa, como tiene que ser, y cinéfilo, muy cinéfilo, con más pelis del Oeste en su casa que los archivos de TPA para surtir sus sesiones de tarde. También le gustan los coches, o por lo menos el gasóleo, y controla como nadie de conciliar, porque a pesar de ser un hombre ocupadísimo en las cosas del sindicato y en salvar al pueblo de la opresión del empresariu lo mismo te compra una docena de huevos que un tubo de pasta para la dentadura. Y encima, es todo detalles, especialmente en forma de cohibas para ir al Molinón. Un poco caprichosuco, eso sí, y amigo de los helados entre horas (si lo pilla el doctor Dunkan…) o de apretarse un pacharán de la que va para casa, que nadie dijo fuera monje cartujo ni tuviera que serlo.
Todo eso sabemos desde hoy de José Ángel Fernández Villa, hoy que EL COMERCIO ha desvelado un verdadero rosario de tiques del que fuera el ‘amu’ del SOMA, más que su secretario general. Todos pasados religiosamente al sindicato en concepto de gastos de representación. 430.000 euros le reclaman sus ex compañeros del carbón al ex amado líder, el grueso por estas “bolsas llenas de tiques”, en expresión utilizada por el excontable en el juzgado, que solo corresponden a lo gastado entre 2009 y 2012; del resto, para qué hablar. Y lo malo no es que Villa huela a Chanel, o a Cohibas, ni siquiera que pasara sus multas a cargo del ‘maestro armero’, lo grave es que se creyera Clint Eastwood durante cuarenta años y todos mirasen para otra parte. Cuarenta años en los que nadie dio un portazo para preguntar, sin perdón ni miramientos: “¿Quién es el dueño de esta pocilga?”.