Igual que para creer en la Santina no es necesario creer en Dios, para ser de Quini nunca hizo falta ser del Sporting, ni siquiera de fútbol. Porque Quini era, es, otra cosa.
Recuerdo la primera vez que vi el río Duero desde el asiento de atrás del coche de mi padre: la inmensa emoción infantil de comprobar que algo que habitaba en los libros también era real. Me sucedió lo mismo la primera vez que vi a Quini en carne y hueso. Porque para los niños de mi generación Quini era la equivalencia en rojo y blanco a Superman. Quini era el póster en la habitación, el grito de goooooool en la radio del domingo por la tarde, la alegría de Isidro, playu entre los playos, camino de El Molinón. Era la fe inquebrantable de mi abuela en el Sporting, la certeza de que el pequeño puede con el grande aunque solo sea a veces. Era la emoción, nuestra Esparta particular. Quini era, además, el paisano siempre dispuesto, el colaborador de una y mil causas, el que tiene una foto con todo Gijón, literalmente, no es un decir, porque él posaba y sonreía para quién quisiera, cuándo quisiera y cómo quisiera.
Pero sobre todas las cosas, Quini siempre me pareció la encarnación con piernas, benditas piernas, de las segundas oportunidades, esas que la vida te enseña que suelen acabar siendo las mejores. Dejó el Sporting y volvió, le secuestraron y perdonó, le vinieron mal dadas y levantó cabeza, peleó contra un cáncer cabrón y le dio esquinazo. Ya es casualidad, o no, que su corazón se haya parado precisamente en el día más frío en años en un Gijón helado y paralizado por una noticia que se adelanta veinte o treinta años, joder. Por primera vez no hay segundo tiempo, no queda partido de vuelta para remontar.
La última vez que le vi en la tele daba ánimos al jugador de turno que salía al campo después de un cambio y pensé que Quini era la única persona del mundo capaz de hacer del abrazo una profesión, la segunda de su vida. La última vez que le vi en persona fue, naturalmente, en una sidrería. A pocos pasos un niño con la boca abierta le miraba y tiraba de la chaqueta de su padre, atónito como si fuera el mismísimo Rey Melchor o Batman con el Batmovil aparcado a la puerta el que estuviera acodado en la barra. Quini charlaba tranquilamente con su mujer de sus cosas, pero vio al guaje por el rabillo del ojo y no lo pensó ni medio segundo. Se acercó a él, le chocó la mano, le cogió los mofletes y le soltó no sé qué gracia… En la cara de aquel niño, encendida, volví a ver a mi hermano con diez años, vi otra vez a mi abuela en la Tribunona, vi a una ciudad entera, a un pueblo, unos colores, una forma vieja y auténtica de sentirlos y sobre todo vi a El Brujo en acción, que pidió otro culín sin darse un pijo de importancia, sin darse cuenta, o dándosela pero sin aspavientos, de que hay personas tocadas por la mano de Dios, o de la Santina, capaces de hacer magia: con las piernas en un campo de fútbol, con las manos en la barra de un chigre… con el corazón siempre y en cualquier caso.
Quini se ha ido. Su leyenda jamás. La poesía no siempre se crea por escrito y los poetas, como los viejos rockeros, nunca mueren. Ahora, Quini. Ahora y siempre.