Antes de que las belenesesteban, los tronistas y demás gandalla superviviente copasen las televisiones 24 horas, la caja tonta era un poco más espabilada y las voces, si se daban, se daban en la calle y no en los platós. Entonces los shows eran de José Luis Moreno y no de política, las vidas ajenas no formaban o formaban menos parte de la propia y no existía, créanme, gallinero virtual alguno, también conocido como red social. Aquellos tiempos de Maricastaña eran también los tiempos de Pitita Ridruejo, una señora a la que ningún millenial conoce, pero que era toda una celebridad (en castellano de toda la vida el actual ‘celebrity’). Pitita era una influencer del siglo XX, que se paseaba por las embajadas sin necesidad de llevar bandejas de bombones y que lucía unos vestidos imposibles en los que era difícil que entrase un lazo ni un abullonado más. De vez en cuando Pitita, además de salir en el ‘Hola’, iba a la tele, y allí contaba sus fiestas y sus historias, siempre fascinantes, que terminaron por ser incluso sobrenaturales. Porque a Pitita lo mismo se le aparecía la virgen de Fátima que el fantasma de un conde difunto. O eso decía ella. Siempre con sus modales exquisitos y con idéntico tono de flauta, siempre con su pelo cardado hasta lo arquitectónico y su delgadez enjuta, como de talla de madera. Pitita, que llevaba el delito ya en su propio nombre, era friki antes de que existiese el término, pero lo era con gracia, con singular elegancia. Esa elegancia que ya parece fulminada de la tele y de lo que no es la tele. Pitita Ridruejo se ha muerto hoy. Y aunque llevase décadas retirada del ‘espectáculo’, en mi casa vamos a echarla de menos. Porque con Pitita no solo se muere Pitita, se muere un poco una época. Qué vieyos somos, gensanta.