Decidí dejar de fumar un domingo que me visualicé a mí misma con el abrigo encima del disimulado pijama esperando en la barra del bar de debajo de mi casa a que el camarero tuviera a bien encenderme la dichosa maquinita. Ese día comprendí al fin que el problema de fumar no es que los cigarros maten, literalmente, a la mitad de sus clientes. No, eso no vale, porque uno (y una más) siempre tiene clarísimo que las estadísticas son para otros. Y aunque no lo tenga claro actúa como si así fuera y pista. ¿Que nueve de cada diez dentistas recomiendan Colgate? Vale, y a mí qué. ¿Que 2.500 personas le regalan su vida al tabaco cada año solo en Asturias? Ya, pero yo no. Eso a mí no me toca. Y, más aún, me toque o no puedo hasta estar en disposición de jugármela a la ruleta rusa. Es mi decisión, que para eso soy libre. Vale.
El caso es que estás con ese discurso de convencimiento, que la capacidad de autojustificación es, justo después del instinto de supervivencia, la razón por la que la humanidad dura tanto, mientras pegas una calada y luego otra, y no te das cuenta de que fumar no es que sea “perjudicial para salud” como decían las cajetillas antes de convertirse directamente en esquelas portátiles, es que es un absoluto coñazo, una actividad más incómoda que practicar running (antes footing y antes aún correr) con tacones, una de las peores esclavitudes que yo conozco.
Me explico, por si no quedó claro, y pongo el ejemplo de aquel domingo que estaba tranquilísimamente en mi sofá encadenando una peli con otra (ay, ese vicio sí que lo echo de menos, pero esa ya es otra historia, otro día hablamos de la maternidad). Aquel domingo era invierno cerrado, uno de esos días en los que a las cinco de la tarde es de noche, y yo abandoné mi confortable casa con su calefacción calentita, salí a la calle exponiéndome a una pulmonía y, lo que es mucho peor, al peor de los ridículos si tropezar me llego a tropezar con cualquier ser humano conocido siquiera de vista, entré en una sidrería con un partido al alto la lleva y camareros estresados con bastantes más cosas que hacer que darle al maldito interruptor de la máquina, camareros que se estresan muchísimo más cuando, después de encender la maquinita te das cuenta de que no llevas suelto y tienes que cambiar, para después volver a pedir que le den al interruptor de la maquinita porque la cosa caduca a la velocidad que le llega un guasap a tu ex que escribiste pero no querías mandarle. Buf.
Después de la aventura en el chigre, sube a casa, quita el abrigo, vuelve al sofá, túmbate, arranca la peli, abre la cajetilla y, zas, ¿dónde está el mechero? Mecagon… Venga, tranquilidad, vamos a buscar uno. Pero, ay, amigo, los mecheros no tienen piernas pero disimulan perfectamente y tienen una capacidad para el escapismo que para sí quisiera Houdini en sus buenos tiempos. Venga, a por unas cerillas al cajón desastre. Pues tampoco. Y, hala, todo el mundo fumador ahora mismo a reconocer que alguna vez en su vida ha encendido el horno y se ha pegado al grill y ha aspirado fuerte. O similar. Diosanto, sí.
Así que lo malo de fumar no es que mate, es que le entregas tu vida en vida, de cuerpo presente. El cigarro es el que manda y se lleva por delante esa libertad que tú crees que estás ejerciendo calada a calada, porque el cigarro es el jefe, el que decide, el que te dice ‘sal de ahí y vete pa’llá’. Solo hay que calcular el tiempo perdido pidiendo cambio, comprando cajetillas, buscando mecheros, rogando fuego a desconocidos casi nunca interesantes, abandonando confortables casas y no menos confortables bares para salir a la puta calle, con perdón… El tiempo, y el dinero, claro, que te dejas en tratar de paliar el color amarillento de tus uñas, las manchas negras de tus dientes, la sequedad de tu piel, la duración e intensidad de tus resacas, el sabor de tus besos… El día que me di cuenta de eso dejé de fumar. Y hasta hoy, no sé cuántos años después. Y francamente, no fue para tanto. Solo es cuestión de pararse y calcular. La libertad y el tiempo valen mucho más que el mejor cigarro. Palabra.