Nunca he soportado las necrológicas en las que el autor –el vivo, vaya– es más protagonista que el protagonista mismo –o sea el muerto–. Esas que empiezan con un «conocí a Menganito no sé cuándo» y terminan con un «y lo último que me dijo fue: ‘Vaya amigos que somos y vaya bien que te veo, Fulanito’». Pero la humanidad es egocéntrica, en general, y el hombre, en particular, mucho más. La mujer también, claro está, que hablo en genérico. Así que las necrológicas suelen ser todas así, tal vez porque el necrólogo profesional es también persona aficionada al refranero y tira de eso del muerto al hoyo. Seguramente para no perder demasiado el tiempo.
Me recuerdo a mí misma lo feo que queda escribir así las necrológicas mientras contemplo el cadáver del Dindurra, todavía caliente, como el chocolate de las meriendas. Y me confieso incapaz de pensar y mucho, muchísimo menos, de escribir nada que no tenga que ver conmigo y mis circunstancias allí dentro. Porque, me van a perdonar, pero el Dindurra es mi Dindurra. Como lo es para miles, puede que millones, de gijoneses, y cada uno tiene el suyo.
El mío son los barquillos crujientes de la leche merengada de mi abuela, las croquetas del vermú del domingo, la mirinda de naranja compartida con mi hermano, con dos pajitas y un árbitro. Son tardes enteras corriendo por Begoña y entrando a carreras a por un vaso de agua, alguna vez hasta en patines, para horror del pobre Miguel, que tenía más paciencia que un santo y muchísimo arte para abroncarnos a escondidas de nuestras madres. Porque de aquella si un adulto te reñía y tu madre presenciaba la escena, la bronca era doble. ¿Se acuerdan?
El Dindurra es pirar clase por las tardes bajando del colegio por Hermanos Felgueroso con esa sensación mezcla de peligro y libertad tan difícil de olvidar. Es fumar a escondidas y son besos clandestinos en el piso de arriba, los primeros, aquellos que nos dábamos entre libros y apuntes, porque al Dindurra decíamos que íbamos a estudiar. Y era mentira, naturalmente. El Dindurra son periódicos sobados y releídos con cafés con leche. Y es Carantoña absorto en su mesa. Y un pincho antes de entrar corriendo en el teatro y alguna que otra confesión a destiempo.
Así que al pasar hoy por delante y ver el Dindurra cerrado, he sentido que el muerto de esta necrológica soy yo misma. Es una ciudad entera. Puede que hasta una manera de entender el mundo. Y no voy a hablar de precios, ni de servicio, ni de repugnantes palomas. Todavía no. Lo que tengo claro es que como abrir abra un Starbucks no volveré a cruzar esa puerta. Meca, la puerta, las que tenemos armadas de críos en esa puerta giratoria… Claro que como sea un banco… Si es un banco la civilización de occidente se puede dar por clausurada de forma oficial. Ay.