En la guerra vale todo menos disparar contra civiles, eso que de antiguo se incluía en el concepto ‘mujeres y niños’ y ya no. En el amor también, pero ahí sin excepciones. Por eso uno (y una claro está) comete por amor sus mejores aciertos y sus más grandes errores; y siempre, siempre, con idéntica energía, así haya cumplido los 15 o los 80. Perdonarse a uno mismo es importante en el segundo caso. A la parte contraria pues depende, porque ahora ya estamos hablando de guerra y no de amor y quedamos en que valía todo. La cosa cambia, sin embargo, cuando se comenten delitos por amor, que no es atenuante ni mucho menos eximente. Y de pronto y por amor uno o una se puede ver en medio de la calle, perdida y con un rumbo muy claro, no como los Panchos. Y ese rumbo está, eso sí, muy cerca del lodo, y se llama juzgado de primera instancia.
Que quien comete un delito se siente delante de un juez es natural y desde luego muy sano, que lo haga previo paseíllo como si el juez fuera un vitorino y el juzgado, Las Ventas, ya no tanto. El escarnio resulta tan innecesario como la venganza y se parece tanto a la justicia como ella. Por eso resultan tan de mal gusto los gritos a las puertas de los juzgados, de cualquier juzgado. Porque no hacen ninguna falta. Como el público en las lapidaciones o en las hogueras en las que ardían presuntas brujas. Lo que hace falta es que los culpables, si lo son, no se vayan después tranquilamente de vuelta a su casa. Así sean infantas o ladrones. Y hasta las dos cosas.