Se acababa de morir el hombre lobo y, como todo el mundo sabe, el hombre lobo era asturiano. En la redacción de EL COMERCIO no lo dudamos: hay que llamar a Plans. No existe mayor experto en licántropos en todo el planeta. El hombre lobo, claro, era Paul Naschy y, efectivamente, Juan José Plans había trabajado con él. Era, además, su amigo, como lo era Plans de casi todas las personas que se cruzaron en su camino, y eso en el caso que nos ocupa es hablar de mucha, de muchísima gente. Porque el hombre de voz de tenebrosa con el que Edgar Allan Poe se colaba en nuestros dormitorios los domingos por la noche , el inventor en cualquier formato imaginable de mil historias fantásticas (en todos los sentidos de la palabra), el escritor, el periodista, el dibujante, hasta el actor y, últimamente, también el jovellanista daba, siempre daba, pero nunca miedo.
Aquel día le pedí un artículo sobre el hombre lobo y él, enemigo mortal de los ordenadores y alérgico al correo electrónico, me dijo que sí, como casi siempre hacía ante prácticamente cualquier petición, por descabellada que pudiese parecer. Pero puso una condición: que pudiese dictarlo. Nos pusimos a ello, y, cuando ya se iba acabando el espacio, esa limitación siempre cruel del papel, que a veces se hace tan grande y casi siempre tan pequeño, le dije: “venga, una frase para cerrar”. Hoy he buscado aquel artículo en el archivo del periódico, pero no me ha hecho falta llegar al final para recordar la frase con la que Plans quiso despedirse de su amigo el hombre lobo, porque no se me olvidó más: “Pon que sólo espero volver a verle en algún bosque asturiano para seguir contándonos historias bajo la luna llena”. Y así supongo que estarán haciendo ahora mismo.
Artículo publicado en EL COMERCIO el 27 de febrero tras la muerte de Juan José Plans