Vamos a reconocerlo: nos gusta pegarnos. Nos va el enfrentamiento. Eso del ‘conmigo o contra mí’ es tan viejo como el mundo y más asturiano que la sidra, aunque pocos lo dijeran con más arte que Darth Vader, lo que me lleva a pensar que tal vez el pequeño Anakin Skywalker tenía ancestros de cuando Pelayo, pero no es a lo que iba. Iba a que nos cuestan los matices, los miles de colores que hay entre el blanco y el negro, que no tienen que ser precisamente grises. Por eso cuando hablamos del asturiano, de la lengua asturiana, de la llingua, no somos capaces de hablar. Somos más de ladrar. Y de hacer bandos: los del sí y los del no. Y se nos olvida que una lengua es tan patrimonio de un pueblo como las piedras sobre las que se construyó, y que tan civilizado es proteger Santa María del Naranco como las palabras. Por eso resulta tan estéril y tan cutre, de paso, enfrentar una lengua con otra. Eso de que los niños mejor estudian francés que asturiano es sencillamente una ridiculez, porque es como si existiese el bando de los padres que quieren matemáticas y el de los que quieren eso que ahora se llama ‘conocimiento del medio’. Como si una cosa excluyera a la otra. Para llegar a algún sitio, suele ser conveniente saber de dónde se parte, pero aquí preferimos cavar trincheras y acomodarnos dentro. Una pena. Tanta como esos niños catalanes que a fuerza de inmersión no saben hablar castellano. El problema nunca son las lenguas sino quienes las utilizan como arma arrojadiza.
PD. Y conste que cuando hablamos de la terrible polémica sobre el asturiano y la asignatura de cultura asturiana como optativa o de la posibilidad de que los niños estudien cualquier otra cosa estamos hablando de hora y media de clase a la semana. O sea, pa’habenos matao, si se me permite el bilingüismo.