A propósito de ‘No encuentro mi cara en el espejo’, Fulgencio Argüelles (Acantilado)
Leer a Fulgencio Argüelles es lo más parecido a atravesar un bosque en otoño cuesta abajo. Y cualquiera que haya atravesado un bosque en otoño cuesta abajo –o sea, cualquiera– sabe que no es sencillo, que está humedo, que si no se pone cuidado, resbala; pero sabe también que es completamente imposible parar. La misma fuerza de la inercia que te empuja cuesta abajo por un bosque en otoño es la que Fulgencio Argüelles imprime en sus verbos, con la que encadena sus enumeraciones, con la que construye textos que más que escritos parecen destilados, porque los cose con palabras que no se pronuncian, se mastican, y los llena de atmósferas que lo envuelven todo, y de personas, personajes, que, como solo sucede con la literatura mayor, se instalan en la mente y en el corazón del lector para quedarse allí a vivir para siempre.
Vuelve el escritor de Cenera a la cuenca minera, muy cerca de su ‘Palacio azul de los ingenieros belgas’, que va, por cierto, por su séptima edición, también en Acantilado. Lo hace «el día de la muerte del cura Lubencio», una noche de tormenta en vísperas de una guerra, la civil, que «nadie va ganar porque nadie gana nunca ninguna guerra, aunque algunos quedarán más jodidos que otros». Y en un pueblo, Peñafonte, en el que por las noches suena el violín de una muchacha que ha perdido el juicio por amor (o tal vez sea la única que lo conserva), «los sapos y las culebras salen a tomar la luna» y hasta, si se tercia, caen bombas pérdidas de los alemanes.
Allí viven María Casta y su hijo Edipio, el chico al que tanto le cuesta encontrarse en el espejo. La nueva novela de Fulgencio Argüelles es la historia de esta particular pareja, unida por la sangre y por un secreto, pero también de muchas otras almas, la mayoría partidas por la miseria, casi todas marcadas por la injusticia. Es también la historia eterna del ser humano, ese que «debe nacer muchas veces para crecer», ese que tiene que «parirse a sí mismo».
Poco importa la trama, aunque, por resumir, la trama sea el retrato coral, la foto fija de una aldea asturiana sobre la que estalla la guerra civil con la Revolución del 34 sin cicatrizar. No es esta una historia de buenos y malos, como no es el mundo un lugar para las simplezas. La mayor verdad, que confiesa el propio Argüelles en boca de uno de sus personajes, es que «los hechos nada son en comparación con la forma que tenemos de interpretarlos». Por eso y porque «las palabras son inocentes y también son libres, andan expuestas a granel para que cualquiera las elija a su antojo y las coloque», él las utiliza para dar forma a coleccionistas de palabras, a mujeres capaces de «atrapar buenos sentimientos y sentarlos literalmente a su lado», a un hombre «que había leído tres libros pero muchas veces: ‘La Biblia’, ‘Moby Dyck’ y ‘Los cuentos de la Alhambra’», a un contador de estrellas enamorado de la luna «que es más humana que el sol porque crece, mengua y hasta se acaba muriendo», a un maestro «ateo por la gracias de Dios» o a un cura poco dogmático cuyas largas conversaciones sobre lo humano y lo divino con el profesor marcan algunos de los momentos más memorables del libro. Deliciosos y hasta impagables podría decirse si no fueran adjetivos tan terroríficamente cursis. Inteligentes, sinceros y divertidos en todo caso.
‘No encuentro mi cara en el espejo’ es más que una historia de fascistas y comunistas, de falaguistas y anarquistas, es más que el reflejo de unos hechos en un lugar y en un momento concretos. ‘No encuentro mi cara en el espejo’ es un canto, un canto oscuro y por momentos tenebroso, pero un canto al fin y al cabo, a la salvación del hombre por el hombre. Porque en medio de la basura, en el centro mismo del barro, siempre está eso a lo que «uno sabe que ha llegado cuando se deshacen aquí dentro los nudos de la congoja». Está ese deseo de abrazar, de sentir al otro. Está el amor, la única fuerza capaz de que el «olor de los escombros» deje de flotar en el aire y dé paso a un viento fresco. Aunque sea solo por un rato. En Peñafonte o en cualquier lugar del mundo.