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El hombre que se salvó de ser devorado por los leones

 

“Cuando el narrador es fiel, eterna e inquebrantablemente fiel a la historia, al final es el silencio quien habla” (Karen Blixen en una carta a su hermano)

Conoce cada metro cuadrado de Murchinson porque todos los ha caminado con sus pies descalzos, duros como rocas, rápidos como de antílope. O casi, que son cerca de 4.000 kilómetros, sí, 4.000: Murchinson es el parque nacional más grande de Uganda y uno de los mayores de toda África. George nació en Kenia, pero aquí ha vivido los últimos 40 años, tantos como lleva siendo ranger. Sus armas son sus ojos negrísimos, su oído prodigioso y un kalasnikov un tanto desvencijado con el que tiene licencia para disparar a los furtivos. A los animales, solo en caso de riesgo máximo. George es un hombre feliz, “sólo si lo eres puedes ves a los animales”, esta es su primera advertencia, seguida de una risotada de estruendo, antes de adentrarnos con él y nuestra suerte de camión ‘descapotable’ en uno de esos lugares tocados por la mano de Dios, en uno de esos sitios en los que no ser feliz resulta prácticamente imposible.
Así es como comienza el desfile interminable de antílopes, chacales, facoceros, jirafas, hipopótamos y hasta una pareja de calados en peligro de extinción, aunque esto se parece muy poco a un desfile. Es más como si te hubiesen concedido el deseo de ser invisible y tuvieras la bendita suerte de que te dejasen mirar muy de cerca la vida: la salvaje, el origen de todo. Mezclarte con ella. Cae la tarde cuando George pide silencio y unos prismáticos. Como en misa, comenzamos a aproximarnos. Despacio, como si el tiempo se hubiera detenido. Están aquí, tres hembras de león sestean y, junto a ellas, dos cachorros que parecen como abrazados dan vueltas sobre la hierba, juegan, que eso es lo que tienen que hacer los niños, es su trabajo. El macho está escondido, bien a la sombra, el suyo en realidad es imponer, evitar que nadie, incluido otro león, le dé la lata a sus chicas. Ellas son las que cazan. La manada no se inmuta, como si nos hubieran dado un secreto permiso para observarles siempre y cuando sigamos en silencio. Y seguimos, vaya si seguimos. Hay dos cosas que paralizan: una es el miedo; la otra, la belleza. Y esta es la que delante de los primeros leones en libertad de mi vida me tiene sin poder moverme, siquiera para sacar la cámara.
Venía advertida por Karen Blixen: “Ver un león te hace sentir de pronto lo que la naturaleza expresa con su fuerza cuando se le mira a los ojos”. Y Karen Blixen jamás miente.
Lo que viene a continuación es una transcripción, lo más fiel que mi corazón y mi memoria me permiten, de la historia que George nos regaló después, la historia de cómo se salvó de ser devorado por los leones.
1998 (todas las historias de George empiezan con la data). Habían sido días de trabajo duro y ya me tocaba descansar. Estaba en el poblado, con los otros rangers, bebiendo, bebiendo mucho, esa es la verdad; borracho, vaya. Todos querían irse a dormir y a mí se me ocurrió seguir la fiesta solo, en un sitio que me gusta especialmente. Me cogí un par de botellas de cerveza y otra de whisky y empecé a andar. Llegué. Y, naturalmente, me las bebí. A eso había ido. Estaba borracho, sí, definitivamente estaba muy borracho. Después de un rato bien largo, no recuerdo cuánto de largo, pero sí que seguía siendo de noche, decidí volver. A la ida la carretera (llama carretera a un camino polvoriento abierto en la sabana) estaba llena de animales; a la vuelta, no. Esto me preocupó, pero seguí caminando. ¿A ver qué otra cosa iba a hacer? Y entonces los vi: el macho, con su melena enorme, a mi derecha, observándome, en alerta. Junto a él, tres leonas. Al otro lado del camino, otras cuatro. En ese momento se me quitó la borrachera de súbito y me di cuenta de que mi pantalón estaba completamente mojado. Juro que no llovía. No sabía que hacer, no tenía ni idea de qué hacer. Creo que olvidé decir que iba desarmado. Bueno, pues iba desarmado. Entonces miré al cielo y pensé: Dios, él es el único que puede sacarme de esta, el único capaz de ayudarme. Y le pregunté directamente:
-Dios, por favor, no dejes que me maten, dime, dime qué puedo hacer.
-Habla con ellos.
-¿Cómo que hable con ellos?
-Sí, hazlo, explícales, cuéntales.
Y le hice caso, les hablé en inglés, no sé por qué pero me pareció que igual lo entendían mejor que el luo o el swahili. Me dirigí al jefe, claro está.
-León, por favor, ya ves que soy un ranger, estoy aquí para protegeros y para cuidarnos, no para haceros daño. Por favor, permitidme seguir mi camino. Por favor. Por favor.
Me miró muy fijamente. Se sentó. Y las leonas comenzaron a sentarse después de él. Vi que me había entendido, y seguí. Al llegar al poblado, meado de miedo, pero vivo, desperté gritando a todos mis compañeros. Ninguno me creyó. A la mañana siguiente volvimos al lugar. Allí estaban las huellas. Las mías en el camino y las de los ocho leones a ambos lados, cuatro a la derecha, cuatro a la izquierda. Así fue cómo me salvé de ser devorado por los leones y así fue como aprendí que si uno es amable con los animales, ellos lo son contigo. Pero, por si acaso, que a nadie se le ocurra sacar el cuerpo del camión.
Y otra enorme risotada hizo las veces de colorín colorado.

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por María de Álvaro

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