“Lo hice con ese punto de inconsciencia con el que se hacen siempre las cosas grandes” (Mari Carmen, a la hora de la cena, contado cómo paró el tráfico en una vía de seis carriles en Kampala, Uganda, por necesidades del guión)
Sofía tiene 13 años, cinco hermanos y muchos planes. Lo dice así, todo seguido, porque esos planes son, probablemente la más valiosa de sus posesiones. Sofía camina cada día dos horas hasta su colegio desde la pequeña aldea en la que vive con sus padres, pegada al Lago Victoria, a escasos kilómetros de las mismísimas fuentes del Nilo, y no le importa. Aprender es lo que más le gusta del mundo. Lo dice riéndose con los dientes y con los ojos antes de entrar en su casa y volver con uno de sus dos libros para enseñarlo. Es un libro de inglés. Sofía habla un inglés fluidísimo en el explica que estudia duro porque tiene planes, muchos planes, y quiere hacerlos realidad. A Sofía le queda tiempo, una infinidad, para descubrir que los planes no siempre salen como los hemos trazado, pero le sobra el entusiasmo y esa inconsciencia imprescindible para las cosas grandes, la misma que tuvieron Livingstone, Stanley y Speke. Sofía, que es musulmana y cada viernes le dejan llegar tarde a la mezquita porque está en el colegio, está llena de fe. De fe en sí misma.
Quiere ir a la universidad, estudiar contabilidad, conocer “qué sucedió en tiempos pasados”, saber “cómo funciona el medioambiente”, visitar países diferentes. Quiere comprarles una tienda a sus padres, una casa para ella, y entonces, y solo entonces, casarse. “¡Antes no!”, exclama sin dejar de reírse. Eso, en un país como en suyo, en el que una mujer puede ser repudiada por no tener hijos o por parir solo niñas, es una verdadera revolución. Sofía no lo sabe, pero con sus trece años y sus ganas de comerse la vida, es la prueba viviente de que, a pesar de todo, podemos estar tranquilos: el mundo seguirá girando. Lo hará siempre que haya gente con planes. Con eso y con el coraje para llevarlos a cabo. Gracias, Sofía.