“El espíritu de África siempre se encarna en un elefante. Porque a un elefante no lo puede vencer ningún animal. Ni el león, ni el búfalo, ni la serpiente” (Ryszard Kapuscinski)
Le pasa al espíritu lo que al agua y al viento, que está en todas partes, y sin embargo, o, tal vez por eso, resulta tan difícil de localizar. Cuentan que el de África está en el elefante, pero puede que no sea del todo cierto. Tiene este continente concentrados los espíritus de millones y millones de personas acostumbradas a vivir sin contradecir a la naturaleza ni al destino. Dispuestas a encajar a cada momento lo que pase, precisamente porque ellos mejor que nadie saben que todo pasa. A eso y a saber que aquí un hombre solo no tiene prácticamente ninguna posibilidad de sobrevivir. De ahí que no haya nada más sagrado para un africano que su familia, su pueblo, su tribu.
Jordi -que tiene nombre catalán pero es africano, africano como el león, el sol rojo, la amarula, el ugali y la risa- me ha contado la historia de las acacias. La acacia es el árbol de África. Ese árbol casi siempre solitario con sus ramas extendidas al cielo formando una especie de tejado plano como para dar sombra, tanta como le sea posible. Para regalarse. Pero esa es solo una opinión, el hecho, el verdadero acto de generosidad de la acacia, es que cuando está siendo comida por algún animal (son las favoritas de las jirafas, sorprendentemente capaces de separar con su lengua sus espinas taladradoras de los brotes verdísimos que las acompañan) desprenden una sustancia que, después, transmitida por el viento, llega a otras acacias. Y les avisa del peligro. La acacia sentenciada a muerte no se libra, pero ayuda a que las otras segreguen a su vez un líquido tan amargo que hace que ningún animal quiera comérselas. Y así salvan su vida.
Puede que el espíritu de África esté ahí, en la historia de las acacias. En la generosidad sin límites de quienes saben que sólo se sobrevive en grupo. Y por eso dan lo que tienen y lo que no. Por eso su saludo nunca es ‘hola’ sino ‘¿cómo estás?’, y, encima, esperan la respuesta. Por eso tienen la fuerza del elefante. Por eso su alma es tan grande. Por eso son tan de verdad. Y por eso sonríen tanto.