Bárbara tenía una vida, dos hijas, un exmarido y algún que otro problema para llegar a fin de mes. O sea, lo normal. Ahora ya no tiene nada más que lo último, porque su exmarido se ocupó de arrebatarle todo lo demás. Sucedió de la manera más cruel que se pueda imaginar, de una forma tan macabra que como guión de una película resultaría poco creíble. Por exceso. Aprovechó la visita semanal estipulada por el juez para matar a las niñas, sus niñas, de 7 y 9 años. Lo hizo a golpes y con una barra de hierro que, antes, se ocupó de envolver en papel de regalo para que las pequeñas no sospechasen. Era el cumpleaños de una de ellas. No habrá más.
Fue el 27 de noviembre de 2014. Ha pasado un año y Bárbara, sin hijas, sin vida, tiene un trabajo de mierda, de esos que ahora se llaman ‘precarios’, y ni una ayuda pública. Sólo una administración se ha acordado de ella en todo este tiempo, fue el Ayuntamiento de Cudillero y fue para pedirle que se hiciera cargo de los gastos de enterrar al asesino, que, claro, muy valientemente, se suicidó tirándose por un viaducto.
Bárbara ya no tiene nada que perder. Con Amets y Sara se fue todo. Nosotros, todos nosotros, dejándola a su suerte, sí. Lo que le pasó a Bárbara es como mínimo una negligencia que nos tenemos que apuntar como sociedad. Que un tipo capaz de coger una barra de hierro, envolverla en papel de regalo y matar con ella a sus hijas, tenga la oportunidad de hacerlo nos debería hacer pensar que algo falla. Y no hablo de justicia preventiva, solo de justicia. Por Amets y por Sara ya no se puede hacer nada. Por Bárbara sí. Y por muchas otras. Demasiadas.