El gato para el que trabajo ha descubierto que tengo poderes. Le convenzo sin proponérmelo cada día cuando, por ejemplo, se acerca a ese tubo brillante y plateado del que, si yo quiero, sólo si yo quiero, mana agua. Él se coloca debajo, incrédulo, como preguntándose, al estilo Rajoy, por qué a veces si y a veces no; y cuando por fin brota me mira una fracción de segundo impresionado y ya se olvida de mi existencia para beber como si fuera todos los peces que caben en un río. Otras veces le dejo pasmado haciendo surgir de una especie de nave espacial unos trozos de algo con olor a fuagrás que, a tenor de su fruición, deben de estar buenísimos, aunque yo me resista a probarlos por más que me recuerden al Apis de las meriendas a la vuelta del colegio cuando el foie y el paté aún no existían. El gato para el que trabajo alucina cuando con un simple toque maestro de mis dedos sobrenaturales hago surgir luz y calor, sobre todo calor, de un aparatito, también bastante marciano, que le queda justo encima de su brazo favorito del sofá.
Pero lo que de verdad vuelve loco al gato para el que trabajo, lo que le tiene cautivado, es mi poder para convocar el sol. Porque él está firmemente convencido de que soy capaz de hacer que salga a mi antojo. El tío lo tiene comprobado empíricamente y, contra las evidencias, hay poco que hacer; que se lo pregunten a quienes votaron a Trump. Tal vez por eso cuando, siguiendo el rito diario, le abro la puerta para que salga a la calle y el día está nublado, como hoy, se gira, me mira fijo en contrapicado y, después de una sonora retahíla de maullidos en los que noto cómo me echa la culpa abroncándome, unos días, y cómo me pide clemencia y mil veces por favor, otros -dependiendo de la pata con la que se haya levantado-, da media vuelta y se mete dentro de casa.
Al gato para el que trabajo le gusta tomar el sol. Y yo juro que, si pudiera, le pintaría uno y hasta se lo bajaría. El amor nos hace a veces un poco idiotas. Lo sé.