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Felipe

Se llama Felipe y eso es lo único que sé de él. Su nombre. Lo pronunció con el hilo de voz que tenía en ese momento. Lo balbuceó, más bien. O, mejor dicho, lo amasó con su boca pastosa. Felipe. Dijo ‘Fe-li-pe’ tirado en el suelo, con la cabeza a apenas dos milímetros de la pata de un banco de hierro y una botella de crema de orujo, sí, crema de orujo ponía la etiqueta, marca blanca, pegajosa como su boca, muy cerca de su mano abierta, intacto el cristal. Dijo su nombre y que iba camino del albergue a dormir, y después ya nada. Felipe y su botella, intacta y vacía, se acababan de caer al suelo como debe de caerse un elefante moribundo en la sabana, pero fue en medio de la calle, de una avenida para ser exactos. Provocando más que ruido, un estruendo.

Es de noche y aún así la avenida está relativamente concurrida. Un señor como de su quinta le ve y mira para otro lado; una chica que pasea con su perro le ve y aprieta el paso; un chaval pasa y directamente hace como que no le ve. Felipe yace en el suelo. Nadie sabe que es Felipe, naturalmente. Porque nadie se lo ha preguntado aún. Porque nadie quiere saberlo. Porque parece que nadie se da cuenta de que todos podemos ser Felipe en algún momento, que Felipe puede ser nuestro padre, nuestro hermano, nuestro vecino.

Y es Felipe el que está tirado en el suelo, pero mientras llega la Policía para atenderle y llevarle a que pase la noche en el albergue del que en realidad le separan apenas algunos pasos pienso que somos todos, la sociedad entera, los que nos hemos dado la hostia y estamos ahí inconscientes, en el suelo, insensibles, incapaces de detener el paso un segundo para ver si ese tipo que acaba de caerse al suelo está vivo o muerto. Y acaso los muertos seamos nosotros. Borrachos de tantas cosas. 

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por María de Álvaro

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