Alcántara no falló nunca, ni un sábado santo, ni un domingo de elecciones, ni en pleno agosto malagueño, ni en días de feria, ni en tardes de gripe. Cada día llegaba a la Redacción su columna, su lección de vida en trescientas palabras, aquella maravillosa sucesión de verdades, aquella cadena de símiles, de sentencias, de aforismos que solo salían de su cabeza aunque cuando los leías invariablemente pensabas «maldita sea, y a mí por qué no se me ocurrió esto». Pero es que tú no eres Alcántara y yo, muchísimo menos.
Alcántara no falló nunca, nunca hasta aquel noviembre de 2007 en que se murió Paula, su Paula, y el maestro, el periodista, el hombre de los mil premios, no tuvo fuerzas para teclear la Olivetti. Durante unos días no mandó la columna, y a EL COMERCIO llegaban cartas (vale que serían ‘mails’) y llamadas de teléfono y mi madre me preguntaba por él cuando llegaba a casa a comer y hasta en el súper, en la farmacia o en la librería alguien te decía «¿Qué? ¿Se sabe algo de Alcántara?».
Y volvió, volvió con un texto emocionante, una declaración de amor memorable: «A mí también me han pasado cosas estos días. La más importante que podía ocurrirme. Podría decir que ya están solos mi corazón y el mar, pero ya lo dijo alguien que expresaba mucho mejor que yo sus sentimientos. Además no sería verdad. Yo soy solo, aunque no estoy solo».
Alcántara ya no es solo. Ya es y está con su querida Paula y sobre todo ya sigue estando en cada una de sus palabras, en su bendito verbo. Ya estará para siempre mirando al mar, con su dry martini, recitando de memoria las coplas de Jorge Manrique, de las que, decía, «se puede aprender todo en la vida». Y seguramente también en la muerte. A Alcántara le gustaba la definición de periodista de Gerardo Diego, esa de «salvador de instantes». Él lo fue sin fallar un solo día, hasta que el día le falló a él: «Si ustedes leen este artículo comprobaré que sigo vivo, porque yo también lo leeré. (…) Si hoy sale y ustedes pueden leerlo, o simplemente ojearlo, comprobaremos los dos que estamos vivos».
Nada que apostillar, salvo un detalle: como usted bien sabe, don Manuel, los poetas no se mueren nunca. Nos deja mucho; nos queda todo. O casi. Gracias por tanto, maestro. Aquí, al Norte, le echaremos de menos cada día.