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Un alemán y un paisano

Llego en el 82, como Naranjito. Vino a El Molinón, a aquel Alemania-Austria que terminó saliendo en las páginas de sucesos de El Comercio. Por ‘amañao’. Y se quedó. Porque en la vida, como en el fútbol, las cosas no suelen suceder como se habían planeado. Unos lo llaman casualidad, otros destino. Él, simplemente Ana. Él es alemán, alemán y de Gijón desde hace ya más de un cuarto de siglo. Así que el domingo sufrió como nadie en aquella sidrería. Solo de blanco en medio de tanto rojo y tanto amarillo. Pero terminó el partido y se quedó. Y se dedicó a repartir felicitaciones y a responder con una sonrisa de oreja a oreja a todas las provocaciones imaginables. Algunas hasta pasadas de tono, y de sidra. Y demostró que un caballero es un caballero cuando sabe perder. Porque ganar es muy fácil. Ser un paisano -o una paisana, naturalmente-, no tanto.

Esta mañana me acordé de él y de su cara colorada mientras leía a José María Aznar apelar a la “sinceridad intelectual” para seguir metiendo goles en su propia meta. A lo mejor es que el ex presidente no se ha dado cuenta todavía de que el árbitro ya le pitó el final hace tiempo. O a lo mejor es que le falta lo que le sobra al alemán que llegó cuando Naranjito y ya nunca más se fue… Ser un paisano.

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por María de Álvaro

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