Coincidimos asiento con asiento en un vuelo de Barcelona a Ibiza. Marc me enseñó orgulloso su “samarreta” de Micky Mouse recién traída de Eurodisney, me confesó su pasión por “el Messi” y hasta se interesó por saber qué era eso del Sporting. Marc y yo nos hicimos amigos, o todo lo amigos que pueden hacerse dos desconocidos en menos de una hora y con una notable diferencia de edad. Marc tenía diez años, era simpatiquísimo, del mismo Sant Feliu de Llobregat, y me hablaba en catalán. Durante un buen rato me esforcé por entenderle sin darle a la cosa mayor importancia, pero entre su incontinencia verbal y mi cansancio arrastrado de un viaje algo largo terminé por pedirle, por favor, que me hablara en castellano. El niño me sonrió, me pidió perdón muy educado y cambió el tercio. Aunque más bien debería decir que intentó hacerlo. A los dos minutos, él seguía hablando en catalán y yo en español y nos entendíamos como podíamos. Porque Marc, con sus diez años, no sabía otro idioma.
Me acordé esta mañana de Marc al ver la última ocurrencia del gran estadista de nombre Carod Rovira, que ahora ha puesto en marcha una campaña publicitaria para animar a los catalanes a responder en catalán a quienes les hablen en castellano, para que se “encomanen” (contagien), como si hablar catalán fuese el virus de la gripe. Y me dio mucha pena. La cultura -y las lenguas, todas, forman parte de ella- no se mide en números, pero a veces también hay que hacerlos. Marc va a poder entenderse con siete millones de personas, millón arriba, millón abajo. Yo, con 500. Y esto ni es nacionalismo ni no nacionalismo. Es lo que hay. Y es una vergüenza.