El Príncipe se casaba con una asturiana. La historia podía parecer romántica. Podía. Y, desde luego, tenía su punto folletinesco. Lo tenía. Así que era obligado que Corín Tellado escribiese sobre ello en el periódico. La llamé.
-Ay, niñina. ¿Y para cuándo lo quieres? Si es que no tengo tiempo para nada. Estuve toda la mañana escribiendo. Y luego la maldita diálisis. Me canso tanto… ¿De la boda dices que quieres que escriba? ¿Y que tengo que decir yo de eso? Bueno, venga, venga, lo hago. Toma nota.
-Pero… ¿Ahora?
-Pues claro. Venga, venga. Ahora. Apunta.
Y siguió hablando. Sin parar. Una palabra detrás de otra. Con sus puntos, con sus comas. Sin parar. Así era ella. Un minuto, una historia. Una idea, una novela. Un torrente de vida con toda su mala leche y toda su ternura. Un torrente que te abría las puertas de su casa saludándote con un ‘estoy harta de entrevistas’ y terminaba por dedicarte la tarde entera contándote su vida. Corín no era una heroína de las de Victoria Holt. Ni siquiera creo que le gustase el color rosa. La Tellado era otra cosa. La Tellado era una fuerza de la naturaleza. Y una genial contadora de historias. ¿Y no es eso lo que hacen los buenos escritores, contar historias?