Suelo tener bronca con mi madre cuando llego tarde a comer a su casa, cuando ella tropieza con algún zapato en algún lugar insospechado de la mía y cuando le digo que no me gusta Sorolla. Le molestan a mi madre mi impuntualidad y mi desorden, pero sobre todo que le diga que no me gusta Sorolla. “Que no es que no me guste, mamá, que es que no me emociona”. “Eso es porque no lo viste nunca como hay que verlo”. “Que sí, hombre, que sí”. “Que te digo yo que no”. Y así hasta que alguna de las dos cansa, que suelo ser yo porque, como todo el mundo sabe, las madres son incansables. Hasta hoy. Hasta el lunes, para no mentir. Porque el lunes tuve la grandísima suerte de entrar en el Prado con el museo cerrado. Y de emocionarme.

Todo empezó delante de ‘Cosiendo la vela’ y cuando me di cuenta de que me moría de ganas de meterme dentro de aquel patio y buscar una sombra para taparme de tanto sol. Siguió delante de ‘Triste herencia’ y cuando pensé que me llevaría a mi casa a cualquiera de aquellos niños sifilíticos que se bañaban en la playa. Con ‘Madre’ quise acariciar la colcha de la cama en la que la mujer del pintor, Clotilde, duerme con su bebé. Y al bebé, secuestrarlo. Con la misma Clotilde desnuda y con la ‘Familia de don Rafael Errázuriz’ simplemente me quedé petrificada como se queda uno petrificado delante de la ‘Venus del espejo’ y de ‘Las Meninas’. Y eso es más que mucho decir. Con ‘La siesta’ descubrí que se puede pintar el viento. Con ‘El bote blanco’, que imaginar es casi siempre mejor que solo pensar. Con Sorolla, que a una madre siempre hay que hacerle caso. Y mira que me fastidia darle la razón.

PD. Hasta el 6 de setiembre quedan muchos días. Yo no me perdería esta exposición. Como diría Preciado, si alguien necesita que le pague la entrada, que me llame. Y esto, quede claro, es una bravuconada muy de Gijón que no se puede tomar al pie de la letra. Aviso.