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Una putada

El trabajo, como todo el mundo sabe, es un castigo divino. Y en eso está de acuerdo cualquiera, crea o no crea en la divinidad. Otra cosa es que no quede más remedio que ponerse a ello si uno quiere comer, vestirse y todas esas cosas que hacemos los humanos que somos unos caprichosos. Otra cosa también es no poder hacerlo. Los que suman ese casi 20% de paro lo saben bien. Y otra cosa bien diferente es que hay trabajos y trabajos. Yo, por ejemplo, no conozco a ningún niño que de mayor quiera ser, un suponer, controlador en un peaje. Tampoco conozco a ninguna niña que se quiera dedicar al oficio más antiguo del mundo. O sea, que quiera ser puta. O trabajadora del sexo que se dice ahora que vivimos en un eufemismo permanente.

El caso es que me da que la de la prostitución no es una ocupación precisamente vocacional. Me da que nadie se dedica a eso por amor al arte. Porque amor y sexo tienen mucho que ver, pero igual no tanto. Así que supongo que si el mundo fuera un lugar ideal, nadie pagaría ni cobraría por, digamos, ‘quererse’. Pero, y esto ya no es una suposición, el mundo no es un lugar ideal. Así que puesto que prostitutas (y prostitutos, naturalmente) hay desde que el mundo el mundo y seguirá habiendo hasta que el mundo lo siga siendo (desconozco la fecha de caducidad, pero si es por el olor y/o tufo me da que le queda poco) no estaría de más que se regularizase y que los implicados en la oferta y la demanda tuvieran sus derechos y deberes igual que los controladores de peajes y demás hijos de vecinos.

Lo demás suena muy bien. Pero es mirar para el otro lado. Es vivir en el País de las Maravillas. Y ese lugar, desgraciadamente, no existe.

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por María de Álvaro

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septiembre 2009
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