Juan Luis Galiardo entra de visita en la prisión de Valencia, levanta los brazos al aire, y mirando a las galerías, grises, feas e iguales, como se les supone a las galerías de un penal cualquiera, grita “enormeeeee, catedraliciaaaaa”. Hay frases que valen un libro, escenas que valen películas y momentos que valen la vida entera. Hay gentes que pasan por la vida y vidas que tienen que pasar por el mundo para que todo cambie o para que todo siga rodando, que, aunque no lo parezca, viene a ser lo mismo. La escena de Galiardo no es la mejor de Berlanga ni ‘Todos a la cárcel’ su mejor película, pero tiene ese punto de genialidad instantánea que siempre supo darle a todo un tipo que, si no se llamase Luis y se llamase, por ejemplo, Billy y no se apellidase Berlanga y se apellidase, por ejemplo, Wylder, hubiera sido ‘dios’ antes de morirse. Porque entre el cuento de Navidad de ‘Plácido’ y el de ‘Qué bello es vivir’ de Capra, me perdonan, pero quedo con el motocarro. Porque como todo el mundo sabe, la risa, aunque sea amarga, es una cosa muy seria. Y alimenta. Como Berlanga, que se ha muerto, pero no se va, se queda. Lo dice el grande de Jaime de Armiñán hoy en El Comercio “tú eres tus películas y tus películas somos todos nosotros”. Pues eso.