Pasé todos los domingos de Ramos de mi infancia en un pueblo de Aller, y cuidado con los pueblos de Aller, que son como el sacerdocio, imprimen carácter. Cuenta la leyenda que le viene el nombre al concejo de tiempos del Rey Pelayo. Parece que cuando estaba a punto de dar boleto al invasor, necesitó refuerzos y pidió ayuda a los más bravos: “que vengan los de ayer”, dicen que dijo. Y el resto es historia y está en Covadonga. El caso es que en aquel pueblo de Aller, cada domingo de Ramos los niños estrenaban. Todos menos yo. Guardo esto en el capítulo del ‘debe’ de mi madre como guardo los calcetines de perlé, y lo que no eran calcetines, y como guardo que me vistiera a juego con mi hermano hasta después de la Primera Comunión. En fin, que venganzas familiares al margen, esta mañana, camino del trabajo, me he cruzado con unas cuantas docenas de niñas de estreno, con sus zapatos sin calcetines y sus lazos en la cabeza. Y me he acordado de aquellos domingos de Ramos en aquel pueblo de Aller y he pensado que, en realidad, las tradiciones no están tan mal. Que las cosas se hagan porque siempre se han hecho así puedo resultar un coñazo, pero también da cierta tranquilidad. Y, sobre todo, si se piensa que esto sucede desde hace más de 2.000 años, cuando no existía ni siquiera Twitter, por extraño que ahora parezca. Estar todo el día inventándose puede resultar incluso agotador. Es una pena que estén las tiendas cerradas, una pena no haberme dado cuenta ayer de que hoy había que estrenar. Aunque fuera la goma del pelo.